Desde hace unos meses, se ha intensificado la discusión sobre el uso de la pantallas en nuestras vidas. En el mundo educativo la polémica viene alimentada por el informe PISA y por la queja comprensible de muchos padres. Pero también, nosotros, los adultos, vemos cómo sin querer estamos enganchados, que nos cuesta leer un rato tranquilo sin mirar el móvil constantemente y que pasamos fácilmente varias horas enganchados a las pantallas, generando cierto hastío, por no llamarlo adicción.

La realidad es que las pantallas han llegado para quedarse, ya sea por el grandísimo interés económico que hay detrás o porque –en la gran mayoría de los casos– nos facilitan bastante el día a día. Por otro lado, debemos reconocer con honestidad que nos han cambiado la vida y que, en parte, se convierten en extensiones de nuestro ego, que muestran y reflejan nuestros gustos, intereses y obsesiones. Son una realidad como lo fueron la electricidad, la rueda o la escritura. No lo podemos obviar, por tanto conviene aceptarlo y enfocar el problema.

Quizás, no se trata tanto de eliminarlas de nuestras vidas y hacernos ermitaños urbanos, o vivir al margen de ellas y complicar así la vida a los demás. Hay una pregunta posible más profunda y más sensata: ¿Cuál es nuestra relación con las pantallas? Y sabiendo que a veces pueden crearnos cierta dependencia, e incluso adicción: ¿qué hacemos para desintoxicarnos y ganar en libertad en nuestro día a día?

Al fin y al cabo, para ser realmente feliz no hace falta tener móvil.

 

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