La vida del evangelizador conoce momentos de frustración y tristeza. Cuando se ha hecho todo lo posible para transmitir la fe a los demás y se ha “fracasado” en el intento. Cuando los nuestros no descubren la plenitud que entraña el seguimiento de Jesucristo. Cuando nuestras obras y palabras parecen caer en saco roto, resonar en un vacío inmenso, o provocar pena y lástima en sus muchas acepciones. Cuando, en definitiva, vemos que, pese a habernos cansado tanto y haber puesto tanto empeño, esfuerzo y medios en sembrar, no es que las plantas no hayan dado frutos, es que ni siquiera la tierra se ha roto para que asomen los brotes.
La tradición nos cuenta que también el Apóstol Santiago se sintió así durante su intento de evangelizar la Hispania del siglo I. Había partido hacia el fin del mundo de aquel entonces con el corazón ardiendo, con enorme celo apostólico y con una ilusión tremenda. Y, sin embargo, se encontraba con que aquello que le movilizaba apenas conseguía contagiar a unos pocos. Así, desanimado, se sentó a orillas del río Ebro para sumergirse en su tristeza y pensar que quizá había ido demasiado lejos, como tantas veces nos pasa a nosotros.
Allí, recibió un consuelo especial, que no partía de sí mismo ni de sus propias fuerzas, sino de la Madre de Jesús. La mujer llena de fe que, por haber sido fiel, incluso al pie de la Cruz, sabía que las cosas de Dios, no tienen que ver con el éxito inmediato, sino con la fidelidad de aquel que sigue sembrando a tiempo y a destiempo, porque ha descubierto en su interior que Dios cumple sus promesas.
Aquello fue para Santiago un Pilar sólido, un gran consuelo que le hizo levantarse de sus lamentos y volver a salir a predicar, con un entusiasmo renovado y más realista, puesto que no tenía sus cimientos en el éxito o en el ego, sino en el sentirse apóstol, es decir, enviado.
Ojalá que nosotros también podamos sentir ese consuelo que no podemos darnos a nosotros mismos. Aquel que nos saca de nuestros encierros y frustraciones y nos conecta con Dios y su obra. No para dejar de predicar o esconder nuestro talento en tierra, sino para seguir haciéndolo con los ojos y la fuerzas puestos en aquel que un día nos llamó y cumple sus promesas.