¿Sabes ese instante en el que ocurre algo bonito y, casi sin pensarlo, tu mano ya está buscando el móvil para grabarlo? El viernes no pude asistir al encendido de luces de Navidad, así que abrí el periódico digital para ver cómo había sido. Este año, además, el motivo elegido es Natividad de Luz, un título precioso que ya invita a ponerse en otra disposición interior. Pero lo que más me llamó la atención de la foto no fueron las figuras luminosas, sino el “bosque” de pantallas en alto. Parecía que las luces navideñas competían —y casi perdían— frente al brillo de los móviles que intentaban capturar el mismo instante.
Y me asaltó la pregunta: ¿disfrutar del momento o guardarlo en la galería del teléfono? Probablemente yo también habría levantado el móvil, por inercia. Pero la imagen me hizo detenerme. ¿Cuántas veces, por necesidad de grabar un momento, dejamos de vivirlo de verdad? Nos esforzamos tanto por retenerlo que acabamos, paradójicamente, dejándolo escapar.
El aquí-ahora es frágil, casi tímido. Dura lo que dura un parpadeo, lo que tarda una luz en encenderse, lo que ocupa un momento compartido. Y, sin embargo, es ahí —en ese presente pequeño y luminoso— donde Dios nos habla, donde la vida se ofrece tal cual es. Jesús lo expresó con claridad: «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21). Si nuestro tesoro termina atrapado en fotos, vídeos y almacenamiento en la nube, ¿no corre el corazón el riesgo de vivir más en la pantalla que en la realidad?
No se trata de renunciar a las fotos —sería absurdo—, sino de ordenar un poco el gesto: primero vivir, luego capturar… si hace falta. Porque hay instantes que no quieren ser archivados, sino acogidos; no necesitan filtros, sino presencia.
Quizá esta Navidad podamos dejar que la Natividad de Luz nos ilumine primero a nosotros antes de iluminar la galería del móvil. Levantar menos la pantalla y levantar más la mirada. Y recordar que hay recuerdos que duran más cuando se guardan, no en el móvil, sino en el corazón.
