En el metro están las personas capaces de leer, e incluso estudiar. Independientemente de que vaya abarrotado e incluso estén de pie sin agarrarse. Yo soy incapaz, así que empleo mucho tiempo viendo. Me resulta interesante la cantidad de personas y cosas que pasan en esos viajes. A veces me controlo y saco el móvil para sumergirme en la pantalla. Porque si miras, las cosas te tocan, desconciertan, cuestionan… y posiblemente es más aséptico lo virtual que lo real que se presencia.
Todo esto sólo para el contexto de algo que llamó mi atención el otro día. Un chico llevaba una cartera al hombro con el nombre de una empresa y abajo se leía “turismo religioso”. Me sonreí. Ya, supongo que se trata de una agencia que organiza viajes a lugares religiosos. En esto caí en un segundo momento. Lo primero fue… ¿turismo religioso?
No sé, sentí que a lo mejor se nos va un poco por ahí. Me sorprende, después de varios años viviendo fuera de este entorno, que lo religioso, al menos en ciertos ámbitos, está de moda. Pero me da la impresión que quizás es una práctica religiosa “de turista”, que llega, pasea, ve lo bonito que se le ofrece, hace tours, disfruta (o no), y se va hasta el próximo viaje.
Sin embargo, creo que lo religioso no va de turismo, sino de habitar. De quedarse y conocer no sólo lo visitable, sino también las periferias. Sostener el cotidiano. No que te cuenten, sino tener un propio relato de historia, y compartirla. Afianzar vínculos, ser comunidad. Echar raíz, saberte en casa. Va de relación cada vez más honda con el Señor, de conocimiento, amor y servicio. De opciones, compromisos. Lo religioso, la fe, creo que se nos invita a habitarla, pero además con ello, se nos capacita para ser habitados por Otro.
