Salvo despistes, a nadie escapa la importancia del turismo en España: es su primera actividad económica, es el sustento de muchas familias y quien más y quien menos, colgadas la mochila al hombro y la cámara al cuello, hemos sido turistas alguna vez. ¿Qué hay entonces de las protestas «contra el turismo»? ¿Basta despacharlas rápido por «hipócritas»? Disculpado cuanto pueda haber de «hipocresía», seguimos con una nota que permita comprender el fenómeno que nos señala lo visto estos días en Canarias y otras ciudades de España.

Las ciudades turistificadas corren el riesgo de quedar reducidas a una caricatura de sí mismas: unos cuantos decorados para pasearse (entre empujones y esperas, claro), unos cuantos platos típicos que «debes comer» entre tour y visita (con prisas, por supuesto) y alguna otra superficialidad como emocionarse escuchando una [insértese música folclórica del lugar tal].

Paradójicamente, enfatizando lo distintivo, todas las caricaturas se acaban pareciendo unas a otras. Y centradas en lo extraordinario, descuidan lo ordinario (¿dónde hago la compra? ¿a qué colegio van los niños? ¿reconozco a algún vecino? ¿en qué iglesia encuentro un lugar de silencio donde rezar?), convirtiendo las ciudades en espacios inhabitables. En tanto impiden a sus ciudadanos la posibilidad de satisfacer las necesidades humanas básicas.

En estas condiciones, una ciudad no puede generar diversidad, sino replicar «el modelo de globalización» contra el que advierte el papa Francisco en Fratelli tutti, que «destruye la riqueza y la particularidad de cada persona y cada pueblo […] quitando al mundo su variado colorido, su belleza y […] su humanidad».

Cuando se pone en valor lo anodino, «el pan de cada día», para conservar la historia de la comunidad viva, se crean las condiciones para que surjan biografías genuinas. Ojalá con la premisa de salvar nuestros ambientes de su caricatura, pueden abrirse ventanas a «sentir y gustar de las cosas [cotidianas, añadimos] internamente» (EE 2).

 

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