Un turista es una persona pegada a un mapa, cuyo campo de visión oscila entre sus manos (donde tiene el mapa) y el horizonte en el que quiere moverse. Sin el mapa no es nadie, pero el mapa, aquella pequeña cosa, es un seguro de vida, le hace encontrar el camino que tiene que recorrer, le confirma si su meta es lejana o cercana, le asegura si va en dirección correcta o le alerta si va en la contraria.
Algunos turistas tienen la suerte de tener un guía y, especialmente si es un amigo, entonces todo cambia. Te fías de esa persona que conoce los caminos, te pones en sus manos sin dudar de que te llevará a los mejores sitios, a los más interesantes, a donde tú querrías ir. Te fías de su experiencia. Él ya ha recorrido el camino primero y por eso tú ahora le sigues. Pero cuando llegas a los sitios, ahí, tú vuelves a tener el papel principal, el guía te explica, te da datos, pero la experiencia de ver las cosas, de descubrir los detalles y grabarlos en la retina, eso solo lo puedes hacer tú.
Cuando vuelves a un sitio donde ya ha estado antes eres un poco menos turista. Aquello no es tu casa, pero empiezas a sentirse en ella; ya no te guía el mapa, y tal vez tampoco el amigo, sino el recuerdo de los sitios familiares, por los que has pasado y en los que disfrutaste, allí donde te ocurrió algo. Pero no te quedas ahí; te aventuras a descubrir nuevos lugares, nuevas rutas, has perdido el miedo a extraviarte, porque sabes que al final todos los caminos llevan a Roma.
Y entonces llega ese último momento, en el cual de turista te acabas convirtiendo en guía, y ahora eres tú el mapa andante de amigos o familiares que quieren conocer aquel sitio del que tanto les has hablado. Y como guía disfrutas contando aquello que ves, y lo haces desde tu perspectiva, desde tus emociones, pasiones… no puedes dejar de transmitir aquello que llevas dentro, para que el otro pueda empezar a gustarlo a su propia manera.
Y digo yo, ¿No será que en el camino del seguimiento de Jesús somos a veces turistas y a veces guías?