Cada comienzo de curso ahí están los pequeños llorando a mares porque no quieren ir al colegio. Todavía ahora, en octubre, me encuentro a alguna gimoteando, con el corazón encogido porque quiere ir con su mamá. Estas lloreras nos parecen algo normal, incluso nos hacen gracia. Estoy segura de que, si a los profes nos dieran rienda suelta, lloraríamos igual a principio de curso (si me apuras, cada lunes).

Lo triste son esas lágrimas que no vemos, que quedan atascadas en la garganta de aquellos que vienen al colegio como el que viene a su propio infierno, el infierno del bullying. Chicos y chicas que desean no ir a clase, pero que no se atreven a decirlo por no preocupar a la familia o porque piensan que, por alguna absurda razón, la culpa es de ellos. 

Lo peor es que este acoso está acampando en las redes sociales. Se llama cyberbullying. Internet es el lugar perfecto para verter maldades y humillaciones al más puro estilo “tiro la piedra y escondo la mano”. Como si en el whatsapp un mensaje no hiciera el mismo daño que las palabras dichas “en vivo”. Como si pensaran que el acoso solo existe en “la vida real”.

Este bullying virtual es sumamente peligroso por lo incontrolable que es. El móvil se ha convertido en una poderosa y peligrosa arma en manos de chicos y chicas que no están preparados para usarlo. No están preparados, y no lo saben. Ni lo sabemos nosotros. O no queremos saberlo.

Estos acosos que ocurren en el “ciberespacio” no son chiquilladas ni cosas de adolescentes. Es bullying también, y ya no se ciñe solo a los colegios. Se extiende como una mancha de petróleo en el mar a través de los grupos de whatsapp, del “insta”, del tik-tok, fuera del horario escolar. Es como si hubiéramos liberado a la bestia, como si hubiéramos abierto una puerta por la que el mal se adentra de puntillas en el mundo. Y mientras eso ocurre, aquí seguimos nosotros, acusándonos unos a otros, debatiendo acerca de quién es el responsable de cerrar esa puerta.

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