Este verano los incendios han sido protagonistas en España. No solo por las hectáreas quemadas ni por las pérdidas materiales, sino porque el fuego, como en otras catástrofes, ha demostrado que somos capaces de lo mejor y de lo peor. En cuestión de horas, la memoria de varias generaciones quedó consumida.
Sin embargo, dentro de la catástrofe, no todo es negativo. Vecinos que apenas se saludaban se convirtieron en familia; desconocidos ofrecieron sus casas, agua e incluso sus manos. Allí donde las instituciones no llegaban, el pueblo se adelantó. Es como si el fuego hubiera revelado una verdad profunda: el hombre no está hecho para salvarse en soledad.
La tentación de politizar siempre ronda, buscando culpas o votos. Pero el fuego, o cualquier otra catástrofe, no entiende de siglas: exige presencia y acción. Importan más las obras que las palabras.
Este impulso solidario no es simple instinto de supervivencia, sino también resonancia del Evangelio. Cada botella de agua compartida, cada campo abierto al ganado evacuado, cada mano que sostuvo otra mano, fue una imagen de Dios en lo cotidiano.
Ojalá este curso que empieza, con el aprendizaje de este verano, sepamos reconocer a Dios en lo cotidiano: en la ayuda desinteresada, en el abrazo al que sufre, en la comunidad que se une sin preguntar.