No arde, la queman. Desolador. Devastado. Infernal. #ardegalicia. #ardeasturias. Así se levantaban, si pudieron dormir, en casi toda Galicia y parte de Asturias el pasado lunes. Rodeados de ceniza, extenuados por las tareas de extinción y pidiendo lluvia, cosa habitual en estas épocas del año y que parecía lo único que podía traer esperanza.

Cuando la naturaleza sufre de manera natural, nos surgen dudas y miramos al cielo intentando encontrar respuestas. Así sucedía con México hace escasamente un mes, en Puerto Rico… y tantas otras veces que podemos recordar. Pero no es este el caso. Hoy no nos quejamos a Dios ni intentamos buscar el por qué suceden estas cosas; sino que queremos saber quiénes son los culpables y qué querían sacar con esta atrocidad. Ese es el problema. Galicia y Asturias no están ardiendo, las están quemando. Son capaces de quemar bosques, de poner en peligro la vida de muchas personas (ya son cuatro los fallecidos; y en la vecina Portugal, más de treinta, por lo mismo), de pasar por encima de lo que haga falta con tal de conseguir sus objetivos.

Y no paraba de pensar lo diferentes que son las imágenes de hoy, en donde el fuego simboliza el egoísmo capaz de arrasar con todo, dejando todo vacío e inerte; con el fuego al que se refiere Jesús en el evangelio de Lucas cuando dice: «He venido a traer fuego a la tierra»; un fuego que es pasión, y es cambio a mejor, que busca encontrar a todos y no a unos pocos, un fuego que no es dinero y sí gratuidad desmedida, un fuego que no mata sino que da vida. Y creo yo que merece la pena apagar los fuegos que no nos dan vida, para dejar espacio a los que nos llenan de vida, de la buena.

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