Algo no existe sino cuando le ponemos nombre. Y las redes sociales nos han deleitado con la existencia de un nuevo sentimiento: el FOMO, del inglés fear of missing out, miedo a perderse algo. Este vocablo se utiliza para describir la sensación de que los demás disfrutan sin ti, generando ansiedad, sentimiento de exclusión y exhortando a las personas a hacer lo imposible por acudir con el grupo. Según Chat GPT —aka Chaty, autoridad por excelencia de los Z— no existe una palabra que describa este sentimiento en castellano, por lo que la nueva aristocracia tiktokera ha importado el término gringo para hacernos conscientes de que existe un mal nuevo y que hay que combatirlo.
No obstante, el FOMO no es sino una forma de cristalizar y blanquear lo peor de la posmodernidad: la envidia enfermiza, la tiranía del qué dirán y el miedo a la soledad y al silencio.
No es nada nuevo que los jóvenes tenemos un problema con mirar a los otros desde la seguridad de las pantallas. Sin embargo, ahora vende la apariencia de una vida de diversión e intensidad perpetuas. No el qué tengo, sino el qué vivo. Síntoma de que se busca hoy algo más. La creación del FOMO tan sólo es la invitación al grupo a una vida frenética —mediocre—, donde la insatisfacción y debilidad psicológica campan a sus anchas.
Enemigo acérrimo del aburrimiento, el FOMO ha borrado de un plumazo el atrevimiento de tener algún instante de reflexión y contemplación en solitario. El silencio poderoso ha sido olvidado, y lo Absoluto denigrado en pos de la voluptuosidad. Sin embargo, es en ese silencio donde Dios, ese algo más, aflora en un “silencio perfecto del alma” como ya aventuró Simone Weil.