Más de 250 personas han fallecido mientras se hacían una selfi desde 2011 (cifra ofrecida por la CNN). Un dato tan curioso como trágico, que denota el poder de la imagen por encima del sentido común en algunos casos. Esta obsesión por las autofotos me recuerda a los que visitan un museo y no logran contemplar un cuadro por conseguir likes en las redes sociales o a los que durante un concierto no escuchan su canción favorita por grabar un vídeo de pésima calidad, o bien nunca disfrutarán la emoción de unos penaltis por querer sellar ante el mundo entero un ‘yo-estuve-allí’.
Desde hace años, la obsesión por las instantáneas ya no es cosa de turistas orientales. Se trata de una reacción tan natural como espontánea que nos ayuda a aprehender momentos, pero de alguna forma podemos caer en el riesgo de distraernos de lo importante por retener algo que nunca logramos vivir. Late la lógica del consumismo vital, como quien presume de conquistar corazones sin haber conjugado nunca el verbo amar. Las experiencias del tipo que sea nos ayudan a crecer, a aprender y a madurar, en definitiva a vivir. Sin embargo, nos pasa que confundimos la felicidad con experimentar el máximo de emociones posibles –y de paso mostrarlo a nuestros conocidos–, cuando en el fondo nuestra plenitud pasa más por la calidad que por la cantidad y, cómo no, por el sentido que le damos.
A veces nos obcecamos con tener miles de experiencias sin saber muy para qué. Confundimos el vivir bien con realizar muchas cosas o con visitar muchos lugares. Está genial afrontar con pasión la vida y aprovechar al máximo, pero quizás no pasa tanto por el número o por intentar congelar cada instante sino por vivirlo con intensidad, como si fuese único e irrepetible. Facebook, Instagram o WhatsApp pueden estar llenos de imágenes –muchas necesarias que remueven nuestra memoria–, pero nunca podrán retener lo vivido. Al fin y al cabo el corazón está lleno de vivencias profundas, no de fotos ni vídeos por espectaculares o numerosos que puedan llegar a ser.