El primero de esos cuarenta días recibió una llamada que le dijo que sería cuestión de meses. El día cuarenta la llamada revelaba que ya sólo sería cuestión de horas.
Y así padre e hija se vieron en la tesitura de elegir de qué ayunar y con qué saciarse en esa Cuaresma. El padre enfermo ayunó de casi todo: de soberbia, de responsabilidad, de trabajo, de hacer la compra, de conducir, de decidir, de autonomía… Se hizo obediente en la enfermedad. La hija, pretendiendo ser Marta y María, ayunó de tiempo para sí, de compromisos adquiridos, de voluntariados, de misas, de reuniones, de su lugar habitual de trabajo… Ayunó de excusas y de distancias, de largos tiempos sin verle, de indiferencia… Se hizo hija en la enfermedad.
Todo aquello de lo que ayunaron dejó un vacío inmenso que sólo el amor podría llenar. La exigencia del amor (y no otra) se impuso entre estas dos vidas que tanto se habían buscado apasionadamente y que por fin se encontraban. Los cuidados de ella encontraron respuesta en los besos de él. Las miradas de él encontraron respuesta en los abrazos de ella.
Ayunaron hasta la muerte y se saciaron de amor para la VIDA.