Nunca he conocido a un hombre que, haciendo ayuno y oración, no haya encontrado a Dios. Nunca. Con estas palabras –o parecidas, pues las recito de memoria– comienza una novela de Pablo D’Ors sobre un gran maestro espiritual del siglo XX, Charles de Foucauld. Tanta contundencia me sorprendió en su día. Venga de Pablo, de Charles, o de quien sea… Dios no se resiste a quien se pone en esta disposición, continúa el texto. ¡Caray! ¿Será verdad?
Es cierto, el ayuno es una práctica ancestral, presente en casi todas las tradiciones espirituales, como un modo de disponerse para el encuentro con Dios. El ayuno ablanda el corazón de Dios, o el del hombre (no sé bien), para que se dé el encuentro entre ambos.
Recuerdo otra anécdota al respecto. Una vez compartí comunidad con un compañero jesuita camerunés que hacía un ayuno estricto cada año durante la Cuaresma. Comía una sola vez al día y sólo se permitía beber agua en ese momento. Vivíamos juntos en Chad, un país desértico con un clima extremo. A medida que pasaban las semanas le veías adelgazar. El cansancio era patente… Y, sin embargo, una sonrisa pacífica y serena iba abriéndose paso en su rostro… Hasta que el gozo estallaba el día de Pascua. ¡Un gozo exultante! Realmente era algo llamativo. Un día este compañero compartió su experiencia con un jesuita belga y este respondió con entusiasmo. Dijo que iba a proponer la experiencia en Europa ayunando de chocolate, o de internet, o… «No. Ayunar es ayunar», respondió Rodrigue decepcionado.
Le entendí muy bien ¿Por qué nos asusta tanto sentir hambre o sed? Quizá nos ponemos en guardia frente a una mentalidad masoquista, que pretende comprar a Dios con sufrimiento. ¿Pero es ese nuestro peligro hoy? Más bien creo que deberíamos aprender algo de esta práctica, o mejor aún, de su sentido profundo. Vaciarse de uno mismo, para llenarse de Dios.
En esta cuaresma puedo plantearme un verdadero ayuno: quitarme una comida al día, ayunar un día a la semana… cada uno según sus fuerzas y su situación. Ayunar, privarnos de algo hasta echarlo en falta, es una forma de buscar a Dios, con cuerpo y alma. Inserto en una vida de oración, puede ser una declaración de amor escrita con gestos y palabras. Y comprobar si es verdad que: Nunca he conocido a un hombre que, haciendo ayuno y oración, no haya encontrado a Dios. Nunca.