«El ayuno que yo quiero es este: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo, y no cerrarte a tu propia carne». (Is. 58)
La Cuaresma es una invitación a retomar nuestro camino, a ser más conscientes, para estar más cerca del Señor de la Vida, con mayúsculas.
De vez en cuando necesitamos poner orden, tomar distancia, hacer limpieza en nuestra casa, podar el jardín, para que la hojarasca no nos impida ver lo importante, lo que realmente da sentido a nuestras vidas. Tiempo de ayuno, de ir a lo esencial.
Pero lo cierto es que muchas veces es más fácil que este ayuno se quede en cosas externas, más cercanas al cumplimiento (cumplo + miento). Prácticas que nos dejan aparentemente tranquilos, pero que no nos ayudan a encontrarnos ni con Dios, ni con los demás. Prácticas en las que el egoísmo, la indiferencia o la autosuficiencia viven camufladas.
El ayuno al que el Señor nos invita tiene raíces más profundas, que a veces nos llevan al desierto, y donde se hacen más conscientes las tentaciones que todos vivimos en nuestro día a día. Un ayuno que nos ayuda a abrir nuestros ojos y discernir.
Un ayuno que constituye un tiempo de liberación de nuestras ataduras, de obrar la justicia y de compartir, especialmente con los que peor lo pasan, pero sobre todo y ante todo, tiempo de amar.
Y entonces, ¿cómo vives tu ayuno?