Este verano he escuchado varias veces esta canción en varios contextos pastorales. Yo he nacido campeón, Alguien me cuida allí arriba. Es pegadiza, tiene buen ritmo y anima hasta el grupo más decaído. Vale lo mismo para empezar una velada que para fregar platos o hacerse unos cuantos kilómetros de bus. Nos sube el ánimo de recordarnos que hemos sido escogidos, que la fe se nos ha dado como un regalo, y que Dios nos está cuidando constantemente. Es para estar contento y considerarse afortunado.

Y, sin embargo, hay algo de este mantra que no me termina de encajar. Porque que la fe nos hace mejores es una afirmación que fácilmente se nos puede deslizar hacia «somos los mejores». Y esto es difícil de encajar con la realidad de que en el camino del Evangelio se sube bajando. Si somos campeones, si somos los mejores, ¿para qué necesitamos que alguien nos cuide? Nos bastamos y nos sobramos por nosotros mismos.

Esta dinámica se nos cuela muchas veces en nuestra pastoral. Para hacer identidad de grupo, para reforzarnos ante un entorno hostil a la vida de fe, nos encerramos en el vivirnos especiales, mejores. Pero si algo aprendemos de la experiencia de la vocación que nos narra la Biblia y la historia de tantos santos es que no somos elegidos por nuestros méritos y excelentes capacidades. Dios ha querido escoger lo débil de este mundo, nos dice el apóstol Pablo. Y bien sabía él de lo que hablaba.

A veces echo en falta en nuestra pastoral este sentido realista de sabernos pecadores, de buscar caminos de humildad en lugar de caminos de vivirnos en la alegría que surfea y nos eleva por encima de la realidad, alejándonos de ella. Hay una experiencia espiritual profunda en poder reconocer la propia pobreza, en contacto con un mundo necesitado, que necesita de nosotros que somos elegidos por nuestra debilidad, no por haber nacido campeones.

 

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