La mujer extendió, después de dilucidar el lado menos churretoso, una sábana blanca en mitad de la calle y fue colocando uno por uno los bolsos y pañuelos falsificados que vende a hurtadillas de la policía para ganarse el jornal. Cuando hubo completado la operación, se arrellanó en un banco, se descalzó y comenzó a restregarse las manos, los ojos, los oídos y la boca con una piedra negra plana muy pulida que se pasaba entre los dedos con parsimonia.
La inmigrante hispanohablante con la que compartía asiento le preguntó extrañada por aquellos gestos y su función. En pocas palabras (su léxico en español era muy reducido) explicó que estaba resfriada y no le venía bien mojarse para sus abluciones, por lo que recurría a la piedra (una costumbre del desierto donde no hay agua) para purificarse antes de la oración del viernes. Luego, se dio media vuelta y se hincó de rodillas mirando a La Meca y empezó a rezar, ajena a las potenciales clientas que se paraban a curiosear los modelos a la venta.
Terminó sus rezos y volvió a la charla con la misma cuidadora de una nonagenaria que contemplaba la escena con asombro. Fue entonces cuando la inmigrante musulmana le preguntó, llena de curiosidad asimilada a su propia experiencia del viernes, a su interlocutora: «¿Y tú qué día rezas?» .»Yo, todos los días a las cinco de la mañana cuando me despierto», le dijo la hispanohablante, que resultó ser una inmigrante nicaragüense de Chinandega. Por esos derroteros debió de seguir la charla de descubrimiento recíproco de sus respectivas tradiciones espirituales.
Y ahora, imagina que eras tú quien estaba sentado en el banco donde aquella vendedora de bolsos de tez morena vestida con amplios ropajes que le cubrían el cuello y la cabeza te hubiera hecho esa misma pregunta: «¿Y tú qué día rezas?».
¿Qué le hubieras respondido?