Hoy tenemos una palabra de las que no podemos prescindir: la eficiencia. Parece que nació en ámbitos técnicos, referidas a máquinas y cosas así. Se hablaba de la eficiencia de un motor, por ejemplo. Pero este término se ha ido extendiendo y ya se usa para hablar de medicinas, de medidas económicas, de proyectos educativos, de equipos de fútbol… incluso se habla de personas eficientes. Lo que hay detrás de este concepto es importante. Se trata de ver qué objetivos cumplimos, qué resultados se obtienen y a cambio de qué recursos.

En nuestras culturas occidentales la eficiencia es un valor, y no cabe duda de que nos ayuda a progresar. Pero también parece que puede ser sano romper de vez en cuando, dejar esto a un lado y ser ineficiente. Porque quizá muchas cosas importantes de la vida son un desastre desde el punto de vista de la eficiencia: como recorrer cientos de kilómetros para ver a un amigo por un rato, pasarnos una semana de ejercicios espirituales, invertir años de esfuerzo en educar a tu hijo, dedicar horas a preparar una obra de teatro sabiendo que no saldrá adelante, plantar un árbol en un bosque por el que no va a pasar nadie…

¿Qué más cosas importantes son ineficientes?

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