¿Cuántas veces soñamos que no tenemos límites? ¿Cuántas veces creemos que podemos tener y tener más? O ser más, sin saber muy bien qué. Pasa en el deporte, en el estudio, en el trabajo, en el éxito, en la política… En muchas facetas de nuestra vida nos sentimos cómodos y vamos estirando nuestras posibilidades. No es algo malo porque estamos llamados a desear, a dar lo mejor de nosotros mismos, a intentarlo y a no ser conformistas, porque es mejor ser fracasados que mediocres, porque nos gusta soñar e imaginarnos con horizontes amplios.

Sin embargo, por mucho que nos esforcemos llegaremos a las fronteras de nuestra propia vida. Umbrales donde no podremos aguantar corriendo más o nuestra cabeza no da para aprobar una buena oposición. No tenemos las capacidades para alcanzar todas las posibilidades que nos gustarían y la actitud supera a la aptitud. Momentos donde vemos que nuestra salud ya no llega tanto como antes. Pero no son solo límites de nuestro cuerpo o nuestra cabeza. A veces no logramos tener la relación que quisiéramos con un hermano, un amigo o una pareja, nos duele porque por mucho que lo intentemos la cosa no puede mejorar.

Llegados a nuestras fronteras tenemos dos opciones. La primera es la no aceptación. Negar que somos finitos. Entonces embestimos las paredes, bajo el pretexto de la perseverancia, y no avanzaremos mucho. Terminaremos frustrados y con la sensación dolorosa de haber perdido el tiempo. Pero hay peligros mayores, cuando nuestros límites tienen que ver con los límites de los otros. La no aceptación nos lleva a equivocarnos porque podemos romper las relaciones. Aparece la envidia porque nos gustaría tener el coche del vecino o la inteligencia de nuestro jefe. Nos cabreamos, con nosotros y con los otros, porque no soportamos saber que nos hemos equivocado o machacamos el cuerpo, para ampliar nuestros límites, suspirando por un cuerpo diez. Y desde aquí es fácil tropezar de mil formas y maneras, provocando dolor a los otros y a nosotros mismos con reacciones que rompen las reglas.

Pero siempre hay otra alternativa: sí aceptar los límites, sabiendo que muchas veces es complicado y quizá injusto. Pero la realidad, aunque podamos mejorarla, es implacable. No es conformarse, sino, insisto, aceptar. La respuesta y la ayuda están en Dios, que nos quiere en nuestra imperfección y nos comprende tal como somos, más allá de nuestros límites, grandes o pequeños. Desde la aceptación comprendemos que todo lo que tenemos en nuestra vida –aptitudes, relaciones, posesiones…– es un regalo recibido y no es una deuda que debemos exigir al mundo.

 

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