Comentarios sobre el apoyo del Papa Francisco a las uniones civiles entre personas del mismo sexo
Hay una idea que se repite en muchas noticias eclesiales sobre el documental Francesco de Evgeny Afineevsky: nada ha cambiado, la doctrina sigue igual, los medios sacan fuera de contexto las palabras del papa, etc. Tal parecería que la palabra «cambio» se ha convertido en un vocablo impronunciable para la mentalidad católica, como si fuera automáticamente sinónimo de herejía. Un análisis más pausado de la historia nos muestra que no todo cambio ha significado una traición al evangelio, sino que muchas transformaciones en la Iglesia han sido signos de vitalidad y fuentes de renovación mientras que otras han terminado en conflictos y rupturas. La cuestión es discernir qué cambios son oportunos o en ocasiones imprescindibles y cuáles nos alejan del seguimiento de Jesús.
Aunque no he visto el documental recién estrenado en Roma, es público un fragmento del mismo en que el Papa dice en perfecto español: «Las personas homosexuales tienen derecho a estar en la familia, son hijos de Dios, tienen derecho a una familia y no se puede echar de la familia a nadie. Lo que tenemos que hacer es una ley de convivencia civil, tienen derecho a estar cubiertos legalmente. Yo defendí eso». Las dos últimas frases parecen señalar con muy poco margen de duda que Francisco apoya la unión civil entre personas del mismo sexo aunque sin llamar a esta realidad un matrimonio. Hasta el momento la Oficina de Prensa de la Santa Sede no ha desmentido esta interpretación y un colaborador cercano al Papa en Argentina ha explicado que allí convivencia civil equivale a unión civil. Esta postura del Papa se remontaría incluso a sus años como Arzobispo de Buenos Aires. Las palabras de Francisco se desmarcan de un documento precedente de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 2003, que se opone claramente a tales proyectos. Se podría alegar que el Papa apela a las autoridades civiles para establecer mecanismos legales que salvaguarden los derechos de parejas del mismo sexo y por lo tanto esto no afecta la doctrina interna de la Iglesia sobre el matrimonio. Este argumento no reconoce que el documento de 2003 se posiciona claramente sobre la actuación de los católicos en la sociedad civil contra tales iniciativas y por lo tanto las declaraciones del Papa implican un cambio que no puede ser ignorado.
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Actualmente las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo son consideradas ilegales en más de 70 países e incluso castigadas con la muerte en cinco. En muchos otros estados no existe ningún marco jurídico para proteger los derechos de parejas del mismo sexo que pueden llevar muchos años de relación estable, pero que ante la muerte o enfermedad de uno de ellos no podrían siquiera ser testigos de la voluntad de su pareja ni disfrutar los bienes que poseen en común. El comentario del Papa nos invita a iniciar un diálogo en la Iglesia sobre las condiciones antes descritas y preguntarnos si corresponden a la dignidad inviolable de todo ser humano. Un católico puede estar en desacuerdo respetuoso con el Papa dando razones para ello, pero deberíamos superar una comprensión ingenua de la fe que sueña con el siempre se ha hecho así o imagina una doctrina inmutable a lo largo de 2000 años. Para tratar de argumentar una postura diversa podemos citar muchos cambios que han tenido lugar en la historia de la Iglesia, pero solo nos detendremos en dos casos evidentes: la relación entre judíos y cristianos y el reconocimiento de los derechos humanos. En ambos casos los cambios de las posturas eclesiales han venido de la escucha atenta de la historia y el discernimiento de los signos de los tiempos.
El primer gran dilema del cristianismo sucedió con el anuncio del Evangelio más allá de las fronteras de Israel y la incertidumbre si era necesario o no circuncidar a los paganos convertidos antes de recibir el bautismo y profesar la fe en Jesús. La decisión final del llamado Concilio de Jerusalén (Hch, 15) no se tomó sin grandes discusiones y supuso la existencia de dos grupos dentro de la Iglesia que al inicio coexistían sin mayores dificultades: cristianos gentiles y otros provenientes del judaísmo. Después del tercer o cuarto siglo, cuando el primer grupo representó la abrumadora mayoría de la Iglesia y se agudizaron las tensiones con los judíos que habían sobrevivido a la destrucción del Templo, la separación definitiva entre la Iglesia y la Sinagoga fue inevitable. Muchos Padres de la Iglesia y autores medievales defendieron la doctrina de la sustitución o del remplazo: Israel no había reconocido a Jesús y como castigo sus promesas habían sido transferidas a la Iglesia. Este modo de entender la Historia de la Salvación ha sido fuente de conflicto entre ambos grupos y ha alimentado muchas posturas de antisemitismo por parte de los cristianos. El gran crimen del exterminio judío por la ideología nazi en la Segunda Guerra Mundial hizo que la teología cristiana repensara su relación con la Primera Alianza y abandonara definitivamente la teoría de la sustitución, porque como diría Pablo: «los dones y el llamamiento de Dios [a Israel] son irrevocables». (Rom 11, 29).
El segundo ejemplo de un cambio radical de la doctrina se encuentra en la valoración sobre la Declaración Universal de los Derechos Humanos que podría tener también como precursor al Apóstol de los Gentiles. Pablo expresó su convicción de que Cristo han superado todas las barreras que dividen la humanidad. «No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos son uno en Cristo Jesús». (cf. Gal 3, 28) Las consecuencias de esta creencia no han sido evidentes ni para la Iglesia ni para la cultura en general en todos los momentos de la historia. En el siglo XIII el gran teólogo Tomás de Aquino justificaba la imposibilidad para los esclavos y las mujeres de acceder al ministerio ordenado porque ambos se encontraban en una condición subordinada y por lo tanto no podían representar a Cristo como cabeza de la Iglesia. No conozco ningún creyente actual que apoye la esclavitud y no crea que esta deba ser eliminada en todas partes, aunque todavía en el siglo XVIII los jesuitas en Cuba poseíamos ingenios azucareros y esclavos para financiar nuestros colegios. El reconocimiento práctico de la plena dignidad de las mujeres ha requerido un camino mucho más largo y no menos doloroso. Solamente en 1934 las mujeres cubanas tuvieron derecho a votar, y en 1963 el papa Juan XXIII reconoció en la encíclica Pacem in terris como uno de los signos de nuestro tiempo la participación de ellas en la vida pública y su igualdad de derechos y deberes con respecto a los varones. Todavía la Iglesia tiene mucho camino por recorrer en este sentido casi 70 años después de la muerte del Papa Bueno.
Podrían mencionarse muchos otros cambios en la manera de cómo la Iglesia ha comprendido el mensaje de Jesús y se ha comportado con respecto a la sociedad civil. Si alguien siente curiosidad por el tema le invito a leer con paciencia y humorismo el Syllabus de errores que acompañaba la encíclica Quanta cura de Pío IX en 1864. El cambio en la Iglesia no debería sumirnos en el escepticismo radical de quien pone en duda todo de todos. La Tradición no es un depósito inmutable, sino una realidad viva que progresa gracias a la experiencia de los fieles, la investigación de los teólogos, las enseñanzas del magisterio y en todo esto, la acción del Espíritu (Dei verbum 8). El diálogo entre la Iglesia y el mundo exige que ella no solo enseña y corrige sino que también aprende del mundo y enmienda algunas de sus posturas anteriores (Gaudium et spes 44).
La Iglesia ha cambiado, cambia y puede seguir haciéndolo. Ello no significa relativizar al mensaje de Jesús para complacer al mundo y estar a la moda. La Iglesia cambia precisamente por fidelidad a Jesús que no es una cadáver del cual se puede disponer, guardar y conservar bajo siete llaves, sino el eterno viviente que viene a nuestro encuentro en cada persona y cada acontecimiento. Vida y cambio están unidos inseparablemente, negarse a lo segundo implica necesariamente rechazar lo primero. Uno de los grandes pensadores del siglo XIX, John Henry Newman, lo expresó agudamente porque brotaba de su propia historia de converso, teólogo, cardenal y santo: «En un mundo superior puede ser de otra manera, pero aquí abajo, vivir es cambiar y ser perfecto es haber cambiado muchas veces».