La trampa de convertir el aborto en un debate que pone en un extremo al hijo no nacido y en el otro a la madre que no quiere tenerlo es que termina olvidando lo terrible de una decisión así.
En todo aborto hay, al menos, dos víctimas. Quien no ha nacido y la madre. Y una tragedia de nuestro tiempo es que se quiere utilizar un discurso de liberación para enmascarar el drama. Hay una corriente que defiende que lo que está en juego es la libertad de la mujer para hacer con su cuerpo lo que crea más oportuno y conveniente –obviando que ya no estamos hablando solo de su cuerpo, sino de otra vida distinta, que ha empezado el lento proceso de la gestación en su interior–. Lo que uno echa de menos en ese discurso es la constatación de que la realidad del aborto deja, al menos, dos víctimas –y soy consciente de que esto es simplificar mucho, pues, por ejemplo, faltaría aquí otra reflexión sobre la pareja a la hora de decidir–. Pero, como digo, hay dos víctimas. Primero, la vida de quien no llega a nacer. Y otra, la de la madre. Víctima si es que toma la decisión de abortar presionada por un contexto difícil, por expectativas complejas, por una situación personal, familiar o social tan exigente que parece no dejarle otra salida. Víctima si ni quienes le piden seguir adelante, ni quienes le ofrecen el camino de no hacerlo le abren alguna puerta distinta que permita que esa nueva vida venga al mundo sin plantear retos que no se pueden asumir. Víctima, convertida en bandera o en arma arrojadiza de quienes de todo hacen campaña en contra de algo o alguien. Víctima, quizás, de una sociedad que trivializa y quita trascendencia a las grandes decisiones de la vida, prometiendo un olvido y un pasar de página que no es tan fácil.
Como Iglesia tenemos el reto enorme de encontrar formas de ayudar a las mujeres –y a las parejas– en situaciones complejas a apostar por la vida.