Oigo en las noticias que el número de abortos en España crece notablemente. No solo eso, sino que ha aumentado el número de mujeres que toman la decisión de abortar de forma consecutiva. Al oírlo, algo por dentro me cruje. Como mujer, claro, pero también como cristiana. Ante nosotros, la crueldad de un sistema capaz de poner fin a vidas humanas maquillándolo como derecho, ley o libertad.

Normalmente, vemos la foto de la criatura que no llegó a nacer y con ella nos horrorizamos ante su muerte. Esa vida robada tiene el poder de transformarnos, aunque sea por un momento, en alguien que quiere cuidar y salvar.

Y yo me pregunto: ¿seríamos capaces, en alguna ocasión, de volver nuestra mirada hacia esa mujer que también muere cada vez que aborta? ¿podríamos acogerla con ternura, ver, más allá del hecho, su vulnerabilidad?

Sin justificar un ápice el hecho de abortar y sin olvidar las víctimas inocentes, me pregunto si también miramos el recorrido de esas mujeres; esa trayectoria que han atravesado para llegar a la «meta»; si hemos mirado sin juzgar desde arriba, desde la atalaya en la que muchas veces nos resguardamos; si hemos dado respuesta a aquel antes que hubo, un mucho antes del embarazo que no deseaba; si hemos buscado entre nuestras herramientas de creyentes las nuevas palabras, los nuevos gestos que se necesitan. Si hay espacio para las que se arrepienten.

Si leo el Evangelio intentando hallar respuesta encuentro los verbos: le miró, le siguió, le tocó… Y el sujeto: Jesús.

¿Es esto lo que hacemos nosotros?

Muchas preguntas afiladas que me cuestionan y que lanzo al aire y me lanzo adentro.

Y la que clama con más fuerza: ¿estamos al lado de los dolores de este mundo nuevo?

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