A quién no le ha pasado que, después de disfrutar de un gran día de convivencias o de estar en un claustro con creyentes y no creyentes, de repente tienes la misa y surgen algunas lecturas que puedan dar pie a la risa, que no se entienden o que incluso parecen decir justo lo contrario al lema de la jornada. Y sin querer, surgen las caras raras, la risa o el estupor en algunos casos. Ejemplos hay muchos, y aquí la casualidad parece que se lo toma siempre muy en serio.

Sin embargo, en el otro extremo está el catequista que elige siempre sus lecturas para dárselas tan masticaditas y que así todo encaje en el discurrir de la celebración. Y aquí el riesgo no está en la extrañeza, sino en que siempre son las mismas lecturas porque el catequista no sabe tanto de Biblia y nos perdemos toda la sabiduría que viene en la Liturgia, y hablamos siempre de las mismas parábolas y de los mismos pasajes. Y ya de las lecturas del Antiguo Testamento y de los Salmos mejor no hablar, que a veces son cambiados por un cuento o una bonita canción…

No voy a plantear remedios, pero sí me gustaría señalar dos aspectos en esta tensión. El primero es que la Iglesia tiene una sabiduría y una armonía en la Liturgia y ofrece muchas más posibilidades de las que creemos para no tener que inventarnos una misa cada vez. Todo tiene sentido, aunque no lo conozcamos. Tan sólo es sentarse y descubrir las plegarias, lecturas, oraciones y propuestas que aparecen en el misal.

Y en segundo lugar, que no se trata de atender solo lo que viene de nosotros y complace nuestros oídos. A veces, necesitamos una palabra que venga de fuera y que nos descoloque, que nos diga algo nuevo aunque de primeras no lo entendamos, porque de lo contrario manda nuestra ignorancia o nuestra comodidad. Es la novedad de la palabra nueva, y ya será problema del que le toque predicar, que para eso tiene la formación suficiente para ayudar a interpretar y su tarea, entre otras, es cuidar la Palabra De Dios.

En definitiva, es la fecunda tensión entre la inmanencia y la trascendencia, pero para que sea fecunda tienen que existir ambas, lo que viene de nosotros –inmanencia– y lo que no viene de nosotros –trascendencia–.

 

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