Existe en la liturgia una tensión pastoral que aúna a aquellos que son de tendencias opuestas. Esta consiste en la exageración de las acciones y los gestos para hacer ver a los demás (especialmente a los que piensan de manera contraria) que, o bien se están siguiendo a rajatabla las rúbricas del misal, o bien se están saltando a la torera.
Precisamente porque soy de aquellos que encuentran consolación espiritual en las liturgias bien celebradas, me siento muy incómodo cuando advierto que estas se están convirtiendo en un arma arrojadiza para mostrar a los otros que «mi» modo de celebrar es el correcto. Es triste llegar al punto en el que la liturgia, que deberíamos vivir como un regalo de Dios, se convierte en un motivo más para reafirmarnos delante de los demás, provocar, discutir, creando brechas y enemistades más grandes entre la comunidad cristiana.
Qué lejos están esos gestos llenos de ego y de superioridad de la actitud del publicano que volvió a su casa justificado, o de aquellos pobres de los caminos que comprendieron que habían sido invitados a un banquete de bodas no por méritos sino por pura gratuidad y misericordia.
Ciertamente, al exagerar nuestros gestos pensando más en los demás que en Dios, no estamos viviendo una liturgia que traiga el Cielo a la tierra. Sino que más bien estamos extendiendo nuestros campos de batalla en los lugares más sagrados, aquellos que deberían unirnos más a Dios y a los hermanos y no elevarnos en pedestales y separarnos entre nosotros.
Creo que para superar esta tensión es necesaria la humildad de quien sabe que lo que vive es un regalo que no le pertenece. Y por ello, la liturgia (sea cual sea, que no todo es cosa del clero) debe de ser vivida acompasando nuestros con los ritmos de Dios, en lugar de mirando a ver si los que nos observan se dan cuenta de cómo lo estamos haciendo.