Lo primero es afirmar que no se trata de un Belén. Así lo ha afirmado Paula Bosch su autora, quien lo ha definido como «un decorado más de una obra de teatro que es la Navidad», añadiendo que «lo mío no es un pesebre hebreo ni católico, para ver un belén tradicional se puede ir a un museo». Y, es cierto, no se trata de un belén (al menos tal y como los cristianos lo entendemos) sino más bien de una instalación conformada por distintos elementos que, de un modo u otro, evocan la Navidad.

Pero la realidad es que, con los belenes, los cristianos no pretendemos evocar elementos navideños ni recrear sensaciones, sino más bien rememorar uno de los hechos más trascendentales de la historia: el Nacimiento de Jesucristo (que no es para nada un teatro). El belén nos ayuda a recordar de manera visible aquello que sucedió hace dos mil años y que revivimos cada Navidad. Precisamente por eso, muchos cristianos se sienten confundidos, e incluso ofendidos al ver cómo en el pesebre de Sant Jaume las figuras de la Virgen, san José y el Niño se encuentran al mismo nivel que la vajilla navideña o la flor de pascua, y sobre todo porque entre estas tres imágenes no existe ningún tipo de relación o de contacto.

Y es que, con toda su polémica, el belén de Sant Jaume está haciendo una radiografía de lo que es la Navidad para muchas personas de nuestra sociedad. Una fiesta en la que se mezclan realidades como los valores familiares, la gastronomía o el consumismo, y en la que a veces, sin saber muy bien por qué, subsisten elementos y símbolos religiosos, aunque estos hayan perdido ya toda su elocuencia y sentido. Así, muchos siguen poniendo el belén porque es algo que les recuerda a su infancia y a sus antepasados que ya no están, pero que no les remite al misterio del Nacimiento de Jesús en Belén.

Ante este ejemplo gráfico y esta situación creo que a los cristianos se nos presentan dos retos distintos. El primero es el de procurar que se sigan poniendo belenes en nuestros hogares, en nuestras iglesias y en los lugares públicos (tal y como ha animado el Papa en su última carta apostólica). Y, además, intentar que esos belenes lo sean de verdad, y no se conviertan únicamente en «estampas navideñas». El segundo reto consiste en asumir que la sociedad cada vez nos sostiene menos en la vivencia de las fiestas religiosas. Es verdad que se conservan algunos elementos importantes, pero lo cierto es que la tendencia es a ir laicizando poco a poco todo lo que hace años era indiscutiblemente cristiano. Todo ello nos tiene que llevar a intentar vivir nuestra fe de un modo profundo, tanto en su vertiente personal como en la comunitaria. Si lo hacemos así, será más difícil que desde fuera puedan hacernos confundir el sentido verdadero de la Navidad y, además estaremos sin duda más capacitados para reivindicar su esencia con más fuerza y sosiego, puesto que los cristianos somos también un colectivo a tener en cuenta y a respetar, dentro de todos los que integran nuestra sociedad.

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