La tradición del belén ha experimentado en los últimos años un resurgir. Hace unos días, el dueño de una tienda de artículos religiosos me contaba cómo cada vez se venden más nacimientos para los hogares y también cómo la mayoría de las personas que los compraban se confesaban católicos. Parece que, en un tiempo en el que la decoración navideña se ha vuelto cada vez más pagana, comercial y dulzona, y la instalación de los belenes en los espacios públicos depende tristemente de la ideología y los caprichos de los gobernantes de turno, los cristianos (y simpatizantes) han decidido llenar las iglesias y los hogares de nacimientos para remarcar el sentido profundo de la fiesta que celebramos.
Y es que el belén, desde su sencillez, tiene una fuerza y una profundidad impresionantes. Expone la fe, invita a la contemplación y adoración del misterio, catequiza, posibilita las preguntas y los diálogos, etc. Fue una de las grandes intuiciones de su creador, san Francisco de Asís. Pero también, el belén ha servido a lo largo de la historia para reafirmar la fe católica ante las diversas vicisitudes por las que esta ha pasado. De hecho, aunque no sea algo muy conocido, esta es una de las razones por las que los jesuitas fueron grandes promotores de esta tradición. Así, el primer nacimiento que se colocó más allá de los Alpes, fue el que los padres de la Compañía de Jesús colocaron en su iglesia de San Clemente, en Praga, en el año 1562. Con él pretendían proponer el catolicismo en un contexto en el que el protestantismo se abría paso. Y para ello, encontraron en la sencillez del nacimiento una potente herramienta con la que podían incluso traspasar los umbrales de los templos para introducirse en los hogares.
Creo que, a pesar de los siglos y los circunstancias que nos separan de aquellos jesuitas de Praga, podemos aprender de ellos la fuerza que tiene el belén en nuestra sociedad. En un momento en el que la religión parece estar diluyéndose en la esfera pública, los cristianos, montando el nacimiento, podemos proponer nuestra identidad desde nuestras iglesias y hogares. Y no precisamente para esconderla en el ámbito de lo privado, sino para mostrarla y hablar de ella a todos los que se acerquen. Por tanto, ¡pongamos belenes en nuestras iglesias, colegios y hogares! Y ¡abrámoslas a todo el mundo! Así, tendremos ocasión de exponer con imágenes y palabras el mensaje de la encarnación de Jesucristo, verdadero centro de la Navidad.