Ante una catástrofe como la de estos días en Valencia tras el paso de la última DANA, para quien quiera ser honesto consigo y con los demás, lo normal es quedarse sin palabras. Primero, porque desencadena dolores tan hondos que cualquier discurso resulta impostado. Y seguido, porque nos coloca delante la fragilidad de nuestras esperanzas y seguridades hasta ponerlas en crisis. Y de lo que uno no tiene, claro, no puede dar.
También en estos días, en el espacio público asistimos a procesiones constantes de declaraciones institucionales (gobiernos, parlamentos, partidos políticos, sindicatos, etc.) que pretenden ofrecer garantías, un punto de apoyo fuerte y seguro a una sociedad sacudida por el imprevisto y amenazada por la incertidumbre. Si las escuchamos con algo de atención, todas inciden en ofrecer «todos los medios» y «todos los recursos a su disposición». Que en la urgencia son fundamentales para paliar el sufrimiento de quienes han perdido familiares, hogares o empresas. Y nos descubren, en medio del caos, el valor y la valentía de los mejores miembros de una sociedad (baste pensar en policías, bomberos, sanitarios o militares).
Sin embargo, después de todas las declaraciones y las ayudas que lleguen, permanece aún descubierta la necesidad de un consuelo más profundo que ayude a releer lo sucedido a la luz de una palabra definitiva. Y el Estado ni sus instituciones, por mucho empeño y medios que pongan, alcanzan. Por eso los cristianos no podemos abdicar: estamos llamados a consolar trascendiendo los recursos. Pues entre la ausencia de palabras y buscarlas, en reconocernos —como individuos, sociedad e Iglesia— pobres de medios tenemos la oportunidad de trascenderlos yendo a Aquél de quien decimos que «una palabra suya bastará para sanarme». Y desde la cercanía al Resucitado (hablo de oración) poder ofrecer algo valioso a quien tiene urgencia de ello.