A quién no le ha pasado nunca que, teniendo una buena y sana amistad, y tras un pequeño malentendido, nos vamos apartando poco a poco por miedo a hablar las cosas y, lo que era una buena amistad, se vuelve una relación rota a base de rencor y algunas miradas esquivas. O esa conversación pendiente que uno rehúye hasta que todo se convierte en frialdad, y del dolor pasamos a la cruel indiferencia. Y de lo que es un pequeño roce, se vuelve una herida capaz de romper los vínculos más fuertes. Y así, sin querer, nos vamos rodeando de gente que piensa sólo como nosotros y que nos dice lo que queremos oír. O, peor aún, mostramos esa enfermedad tan actual como es el miedo a que nos lleven la contraria.

Y sin embargo, también hemos podido experimentar en nuestra vida como hemos hablado con personas con las que creíamos que estábamos muy distantes, y al conocer su experiencia, su punto de vista y sus circunstancias, nos hemos vuelto mucho más misericordiosos, les hemos perdonado y les hemos llegado a querer aún más. Es el poder sanador de una buena conversación. Conocer nos lleva a amar.

Como siempre, la realidad nos recuerda la importancia del diálogo y de la comunicación en nuestras vidas, con nosotros y con los otros. Es a través del diálogo como llegamos al logos, a la verdad entre dos o más personas. Y es por medio de la comunicación donde manifestamos el amor a los demás, y salimos de nosotros mismos. Al fin y al cabo, Dios también es comunicación y también es diálogo.

Por eso, frente a un mundo que nos aísla en pantallas y en redes sociales, conviene no olvidar que el ser humano está configurado para la comunicación y para el diálogo. Y, sencillamente, cuanto más y mejor lo hagamos, más plenos podremos llegar a ser y, por tanto, más humanos.

No está de más recordar que hablando se entiende la gente, y que quizás todos tenemos una conversación pendiente.

 

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