Todos conocemos gente callada y gente que no para de hablar. Algunos por timidez, otros resultan insoportables. Y también los temas de conversación cambian. Los hay monotemáticos y los hay que saben de todo -o creen que saben de todo-. Humor fino, humor simple, y sin humor. Los superficiales, los profundos y los que viven en un quiero y no puedo. Los que solo hablan de ellos mismos, los que no hablan nunca de ellos mismos, y los que solo hablan de la vida de los demás. Incluso los hay que hablan con las manos, y otros con silencios.

Dice Jesús en el Evangelio que de la abundancia del corazón habla la boca. Por eso ayuda de vez en cuándo preguntarnos cómo es nuestro modo de hablar y cuáles son nuestras conversaciones.  Si de vez en cuando logramos escuchar o somos, sencillamente, un agujero negro que absorbe atención. Si cuido las formas, digo tacos o me pierdo en ideologías varias. Porque así, como quién no quiere la cosa, podremos escrutar lo que ocurre en nuestro propio corazón. 

La comunicación es capaz de sacar lo mejor que llevamos dentro, aunque a veces no sepamos cómo ponerle nombre. Por eso es tan importante -también los buenos modales y la forma de mirar-, porque determinan un modo de relacionarnos, de amar, de respetar y de valorar a las otras personas. En definitiva, de estar en el mundo. Y aquí surge otra pregunta mayor que conecta con lo esencial de cada uno: ¿y yo, soy capaz de hablar de Dios? ¿Cómo lo hago, sabiendo que Dios es ante todo amor?

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