Lo vemos a diario, y participamos de ello casi de manera automática. El diálogo no nos interesa, porque es mejor ver al otro como a un enemigo, juntarse con los que piensan como yo, buscar argumentos irrevocables ante los que el otro tenga que bajar la cabeza avergonzado. Preferimos construir murallas que puentes, ya que vivimos con miedo de la amenaza de la invasión del enemigo, que entra precisamente por ese puente que hemos construido nosotros. Y así, vivimos enrocados, discutiendo desde dos puntos de vista diferentes, que se vuelven irreconciliables porque en el fondo ya hablan de dos cosas totalmente distintas. Allí donde yo veo claramente un ciprés, el otro tiene claro que se trata de un abeto, cuando en muchos casos lo que hay es un cedro. Pero en realidad, ya poco importa el árbol, sino que lo que interesa es que mi opinión prevalezca sobre la del otro, cueste lo que cueste.
Y en medio de todo esto, la mayoría de las veces sin pensarlo, en tierra de nadie conoces a una persona que se convierte en tu amigo. Esta persona piensa de manera totalmente contraria a ti, vive enrocada en una muralla diferente a la tuya, ve un árbol diferente al que tu ves. Pero incomprensiblemente llegáis a entenderos, os respetáis y sabéis callar o hablar cuando toca, sin ocultar lo que cada uno piensa o es. La mayoría de la gente os mira raro, no entiende o incluso ve mal que os entendáis, y en el fondo querría que fuerais enemigos y volvierais cada uno a vuestras trincheras. Pero eso no ocurre, precisamente porque os llamáis por vuestro nombre y no por el que caricaturiza a vuestro colectivo y os conocéis más allá de él.
Este tipo de relaciones en el fondo no interesan, porque hacen ver que el punto central de la vida está en otro lado, y son mucho más fuertes las razones para entendernos que para enfrentarnos. Pero claro, para ello hay que estar dispuesto al diálogo desde las dos partes. Y como decía al principio, el diálogo no interesa, porque nos hace más débiles y más vulnerables en un mundo en el que precisamente se valora lo contrario. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.