El detalle más desconcertante de la novela más vendida en España en la última década era la forma en que las protagonistas se dirigían a una estatua de san Ignacio en la iglesia del pueblo natal del fundador de la Compañía de Jesús. Esa familiaridad en el trato, esa súplica casi como si fuera un santo milagrero, ese tuteo de vecindad siempre me descolocaron cada vez que abría las páginas del libro y la escena de ficción desembocaba en el templo. Porque a mí no se me habría ocurrido.
Por supuesto, no se me habría ocurrido la trama de la novela, pero mucho menos tutear a san Ignacio de Loyola. A san Luis Gonzaga y a san Alberto Hurtado, por supuesto que sí. Hasta san Pedro Fabro o san Francisco Javier incluso. Pero a san Ignacio, qué va. Su colosal figura de santidad, su aplastante biografía, su recia espiritualidad sin concesiones imponen el suficiente respeto que me impide apearle el trato.
San Ignacio es santo de usted… hasta que te adentras en sus escritos y descubres esos dos monumentos de la espiritualidad que son los ejercicios espirituales y, dentro de ellos, las reglas de discernimiento. Entonces, cuando lo ves de cerca como El peregrino de su autobiografía, entiendes claro que todo el supuesto voluntarismo de su carácter y la inflexibilidad en el combate espiritual quedan empequeñecidos con la medida de la gracia divina que lo va moldeando a placer.
Ese dejarse hacer por Dios sin dejar de hacer lo que toca a los hombres lo acerca hasta bajarlo del pedestal. Y san Ignacio, entonces, se convierte no diré en un amigo –por supuesto, no en un colega– pero sí en un consejero, un mentor, un hermano mayor cuyas huellas impresionantes es posible seguir para «mayor servicio y alabanza» del «Eterno Señor de todas las cosas».