La gente aspira en la vida a muchas cosas. A veces grandiosas, otras veces más cotidianas. Entre las grandiosas, y dependiendo de las ínfulas y miradas de cada quién, podría estar el aparecer en las listas de Forbes, ganar un Oscar, meter el gol de Iniesta, recibir el premio Nobel –de literatura, de la paz, de medicina… ahí ya va con las vocaciones particulares–, descubrir la cura del cáncer, viajar al espacio… La lista de sueños es tan grande como la imaginación. Entre las aspiraciones más cotidianas –aunque no por ello menos trascendentes– entran tantos sueños de realización personal: encontrar el amor, fundar una familia, emanciparse (los jóvenes), disfrutar del propio trabajo, vivir en paz…

Este 12 de marzo la familia ignaciana evoca una canonización. La de cinco figuras bien señaladas en la vida de la Iglesia. San Ignacio de Loyola y san Francisco Javier fueron dos de los primeros jesuitas. Quizás los dos más carismáticos de aquel grupo de amigos en el Señor que fundaran la Compañía de Jesús. Fueron canonizados el 12 de marzo de 1622 junto a san Isidro Labrador, santa Teresa de Jesús y san Felipe Neri (ahí es nada).

Si conoces la historia de san Ignacio quizás ya sepas que, en el comienzo de su conversión, allá en Loyola, convaleciente, y tras leer algunas vidas de santos, pensaba (con sueños grandiosos) que él tenía que ser «el mejor santo de todos». Aquel sueño primero no era más que una prolongación de sus afanes de grandeza anteriores. Ya puestos a triunfar en la corte, si no podía ser en la castellana, que fuera en la celestial. Solo después, al dejarse de verdad seducir por Dios su sueño cambiaría, y despojado ya de afanes de grandeza, empezaría a comprender la segunda parte de su afirmación. Lo de ser santo. y no precisamente porque pensase en canonizaciones y demás, sino porque se convenció de que lo mejor que podía hacer con su vida era seguir a Cristo, pobre y humilde. Seguirle que es imitarle, dejarse cautivar por él, convertirse en aquello que Jesús mostró que puede ser cada persona.

La santidad no es una virtud imposible, sino el bien posible. No es un rasgo de espíritus tan especiales, virtuosos y puros que resultan admirables, pero no imitables. Es  la determinación de hombres y mujeres frágiles, pecadores, con pies de barro, claro que sí, pero aun así convencidos de que con nuestro barro Dios puede crear belleza, sembrar justicia y mostrar amor. La santidad no es un sueño grandioso, sino un camino cotidiano. Un camino que pasa por la humildad, el cansancio, la alegría de a veces y la preocupación de otras. Se vive y se comparte. El santo es amigo, guía, discípulo… Es elegir ser Cireneo y, como aquel, ayudar al Maestro a cargar la cruz.

Quizás hoy hacen falta más personas que, como aquel Ignacio convaleciente, se atrevan a preguntarse: «¿por qué no yo?»

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