Siempre he creído que ver a un atleta practicando deporte es un momento mágico, diría, incluso, milagroso. Poder ser testigo de la batalla personal de un atleta consigo mismo, creciendo en confianza y peleando contra sus tentaciones me parece algo extraordinario. Un corredor de maratón o un nadador en una piscina quieren bajar los tiempos y para ello tienen que mejorar la técnica, su capacidad de esfuerzo y su confianza en sí mismos. Saben y reconocen los talentos recibidos, pero se esfuerzan por dar “un pasito más” en su crecimiento deportivo, personal e incluso espiritual.

Nosotros, como cristianos, estamos llamados a lo mismo. Estamos llamados a dar “un pasito más” en nuestra fe y en nuestro cuidado del prójimo. Somos atletas de Cristo y nuestro seguimiento también es exigente. Mantener la fe en la adversidad; reconocer el paso de Dios en nuestra vida o realizar obras de misericordia no es tarea fácil cuando lo cotidiano llama a nuestra puerta. Pero los deportistas, antes de llegar a una competición, tienen un largo periodo de entrenamiento. Es ahí donde rompen los límites que le permitirán seguir creciendo en su compromiso deportivo. El cristiano también tiene que “entrenar” su vida de fe para poder llevarla a cabo en su vida diaria (que es donde tenemos nuestra verdadera competición).

Así como el entrenamiento del atleta exige planificación, medios y disciplina, el entrenamiento del cristiano también tiene unos requisitos que debe incorporar. Aspectos como la oración, los sacramentos, la dirección espiritual o las obras de misericordia deberían ser fases de nuestro “entrenamiento” para ser buenos cristianos. Así como me gusta ver a los deportistas entrenando y compitiendo, porque creo que se está produciendo un pequeño milagro, me gusta ver a los creyentes rezando, celebrando los sacramentos o ayudando al prójimo, porque creo que ahí se está encarnando el Evangelio.

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