Últimamente, cada vez que escucho el Evangelio en mi oración diaria, me pasa lo mismo: imagino la escena, y me busco en ella. No en el papel de uno o de otra. Me busco a mí misma, a Almudena: dónde estoy, con quién, qué digo, qué hago… Y siempre me veo igual: mezclada entre los apóstoles, no queriendo llamar la atención, con aire de «yo pasaba por aquí» y cara de póquer todo el tiempo.
Me visualizo siempre a la cola, en 2.ª o 3.ª fila, y no por modestia. Más bien porque, en el fondo, no sé qué hago allí, la verdad. Más de una vez me he visto tentada a volverme para mi casa, a mi rutina conocida. Pero no, ahí sigo…
…Justo en el lado opuesto a Jesús en la barca, durante la tormenta; o escondida tras los apóstoles mientras Jesús proclama aquello de «Bienaventurados…»; o entrando en la casa de Zaqueo, intentando entender qué hacemos allí con ese hombre; o en una esquinita de la mesa la última noche con Jesús.
Me veo a mí misma oyendo cómo Jesús regaña a Santiago y Juan por el incordio que estaban dando a raíz del sitio que ocuparían en el cielo, y me oigo decir «Ea, por listos y enterados».
Me doy cuenta de que me da un poquillo de rabia que Marta y María tengan tanta familiaridad con Jesús y yo no me atreva a decirle nada, con el tiempo que llevo siguiéndole.
Me sorprendo al darme cuenta de cómo frunzo el ceño ante la actitud de Judas, pero cómo no soy capaz de recriminarle nada. También me horrorizo al escucharme a mí misma decir, en mi interior: «¿Y si tiene razón, y si somos nosotros los que estamos equivocados siguiendo a Jesús?».
Me descubro a mí misma absolutamente atónita al ver cómo Jesús perdona a Pedro, después de lo que éste le dijo. Tanto ímpetu, tanto «aquí estoy yo» y ahora mira, Pedro. Y se me ponen los pelos de punta cuando caigo en que yo, probablemente, habría hecho lo mismo en aquella situación.
De mil y una formas me imagino en cada relato del Evangelio, y en todas ellas me veo con los ojos grandes como platos, y muda, sin articular palabra, intentando pasar desapercibida. Pero me doy cuenta de que, en el fondo, estoy deseando de que Jesús me mire y se dé cuenta de que estoy aquí, de que me diga algo mientras predica… aunque me asusta enormemente que lo haga.
Y me encantaría decirle a ese «mi yo» que va con Jesús por todo Israel que no se preocupe, que, cuando estoy distraída, Él me mira de reojo y sonríe. Que pregunta continuamente a los demás por mí, y que está deseando que un día yo me acerque y le diga algo así como: «Maestro, ¿a dónde vamos hoy?».