En mitad del silencio de una capilla preguntándole al Señor qué me decía a mí esto de Alma de Cristo, santifícame, una notificación saltaba en mi móvil. ¡Qué vértigo ser el primero! ¿Quién soy yo para hablar de santidad? Yo, que había dejado de mirar al sagrario para atender al mensaje que me esperaba al otro lado de la pantalla.
Sin duda, el estar delante del Señor era mucho más interesante que el wasap que estaba leyendo. Al ser consciente, guardé mi móvil, volví a mirar al sagrario y repetí: Alma de Cristo, santifícame. ¡Lo que estaba haciendo era una petición! El centro de la ecuación no era yo. Por suerte, mi distracción me había colocado en mi lugar de hijo.
Al contemplar la vida de Jesús nos desconcierta su modo de actuar con los demás. ¿Por qué eligió a Judas como uno de los doce si sabía que le iba a traicionar? El padre Arrupe decía: «el ideal de nuestro modo de proceder es el modo de proceder Tuyo». Es decir, que esta santidad a la que soy llamado sólo cobra sentido en la Santidad de Cristo. Pero, ¿acaso soy capaz de vivir como Tú lo haces?
En la lucha insaciable por la perfección y el vivir controlando las circunstancias acabo descubriendo que la santidad no son méritos a conquistar. Más bien, el fruto de una amistad y abandono en Él, que va dando forma a mi identidad como Pedro. No el que lucha por ser un don nadie, sino el que realmente quiere parecerse a Jesús de Nazaret.
De repente el vértigo se desvanece. Frente a un mundo que me invita a hacerme a mí mismo, Jesús me propone la santidad: el ser hecho por Otro, por el Alma de Cristo. ¡Qué tranquilidad!