Hay palabras y oraciones que nos acompañan toda la vida, y que, según pasan los años, adquieren nuevos significados. De niño, ciertas frases podían sonar solemnes, casi caballerescas. Recuerdo el “Tomad, Señor y recibid” como una promesa altiva, como si San Ignacio fuera un caballero medieval recitando orgulloso ante una cruz. Pero el tiempo transforma esa oración. Lo que antes era entusiasmo adolescente, hoy se convierte en algo mucho más hondo y difícil.
La vida, con sus heridas y experiencias, cambia nuestra mirada. De pronto, esos versos —“mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad”— ya no suenan a gesto romántico, sino a entrega real. Cuando has acompañado a un ser querido que pierde la memoria, esas palabras ya no se dicen a la ligera. Se convierten en un nudo en la garganta, en un acto de fe que asusta, porque hablan de entregar lo más íntimo de nuestra existencia: nuestra vida misma.
Entonces la oración deja de ser medieval o decorativa y se revela como lo que siempre fue: una propuesta radical, casi incomprensible, que desborda nuestras fuerzas. Y ese vértigo no es malo; quizá las verdaderas oraciones deban inquietarnos, incomodarnos y hacer que seamos conscientes de lo que estamos diciendo.
San Ignacio, en aquella pequeña cueva de Manresa, no jugaba con palabras vacías. Su entrega fue real, total. Por eso hoy esa oración sigue siendo capaz de estremecernos: porque toca el misterio de darlo todo a Dios, incluso lo que creemos imposible entregar.



