Una de las frases más recurrentes de nuestra Espiritualidad Ignaciana es aquella de «el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras» [EE 230]. Solemos poner tanto énfasis en la literalidad de la misma que tal proceder nos puede conducir a olvidar el valor de la Palabra. En una sociedad donde sobreabundan las palabras, cabe acotar que las mismas no son seguridad de respuestas ni de profundidad, vale preguntarnos ¿cuántas palabras se necesitan para acertar, para ser precisos, y fieles a nuestros momentos de vida sin incurrir en charlatanería?
La batalla diaria de ahondar en lo profundo de nuestra vida, y en la del otro, supone la búsqueda de palabras que sirvan de claridad, concisión y contundencia. Una pesquisa que se ancla en el deseo de encontrar lógica a nuestras vivencias, aunque no siempre se pueda, y al deseo de emplear un verbo que derrote aquellos lugares comunes en los que deambulan muchos discursos.
Por tal motivo, hoy más que nunca es necesario recuperar el valor de la palabra. Saber el significado de aquellas que empleamos en la cotidianidad, saber su procedencia. Muchas se convierten en firmas personales: las decimos, las gastamos, tiramos al aire, se despilfarran y las olvidamos tanto que a veces olvidamos hacia donde van. Pero también es cierto, que en los días donde las palabras escasean y se explicitan en chocantes monosílabos se hace necesaria la presencia de personas que dejando detrás juicios excesivos y dramáticos brindan una palabra de aliento, de fe, de esperanza y de una energía tal que enciende el alma haciendo de una palabra una oración.
Posiblemente, esa palabra es la que hoy estén necesitando muchos. Un desafío para integrar aquella máxima ignaciana: obras y palabras.