Las gotas repiquetean contra las ventanas de la habitación abuhardillada. De pequeño me encantaba esa sensación, la de estar dentro, resguardado, escuchando la lluvia incesante contra el cristal. Eran tardes de tormenta que se traducían en tardes de lectura. Tardes de dar rienda suelta a la imaginación. Desde esa buhardilla, acompañaba a Jim Hawkins a la Isla del Tesoro, a Ivanhoe por toda Inglaterra y a Sandokán por Malasia, y, entrando en los primeros años de mi adolescencia, viajaba a Macondo, al Mundo (In)Feliz de Huxley, y, –cómo no– a la Tierra Media.

Esta semana se conmemora el 50 aniversario del fallecimiento de uno de los grandes escritores de fantasía: John Ronald Reuel Tolkien. El filólogo británico, profundamente católico, decía que en tiempos confusos el Santísimo Sacramento era lo que más había que amar en esta tierra. Era la «divina paradoja»; la muerte y la vez la vida eterna.

Su concepción cristiana del mundo y su fe se vieron reflejadas –indirectamente, como él reconocía– en su conocidísima obra. El Señor de los Anillos y sus precuelas albergan verdades cristianas que chocan de bruces con el actual relativismo amoral.

El telón de fondo de la saga es la existencia objetiva y la pugna entre el Bien y el Mal. Mal que siempre origina de la desviación del Bien, cual ángel caído, y que aparenta todopoderoso, pero que finalmente acaba sucumbiendo. Triunfa la humildad de lo pequeño frente a la soberbia, el deber y el honor ante la corrupción y la tentación, la misericordia y el perdón frente al castigo, y el autosacrificio y la resurrección ante la muerte. La Luz, incluso en los momentos más oscuros, sigue iluminando.

La obra maestra de Tolkien es un mensaje de esperanza. Es, utilizando sus palabras, un «mito aplicable» a nuestra vida. «Todo lo que queda es decidir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado». ¿Nos quedaremos a gustitos en la conformidad de un agujero- hobbit bajo las colinas de La Comarca oyendo llover o saldremos al camino –y calados– construiremos el Reino?

 

 

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