«Sentía en el viento el gusto a primavera. El cielo estaba salpicado de estrellas. Echó hacia atrás la cabeza y las miró, hasta que la brisa le llenó los ojos y los resplandecientes puntos blancos giraron y le nublaron la vista. ‘Tiene que haber algo más que eso’, se dijo. Maury había llamado cerdas a las chicas, pero en ese caso él y Maury habían sido cerdos también. Juró que no tendría más relaciones sexuales hasta que se enamorase. Las estrellas brillaban con insólito fulgor. Encendió un cigarrillo y trató de imaginar qué aspecto ofrecerían sin la interferencia de las luces de la ciudad. ¿Qué las sostenía allí?, se preguntó, y llegaron automáticamente las respuestas; recordó vagamente las atracciones mutuas, la fuerza de la gravedad, las leyes del movimiento, de Newton. Pero había muchos millares, dispersas en vastas inmensidades, equilibradas, con uniforme comportamiento, describiendo precisos círculos en sus órbitas como los engranajes de un gigantesco y bellamente construido reloj. Las leyes de los libros de texto no bastaban, tenía que haber algo más. En otro caso, la hermosa complejidad carecía de sentido para él, como la sexualidad sin amor.
Encendió otro cigarrillo con el anterior y, luego, tiró la colilla por el borde del tejado. Brilló como una nova mientras caía, pero él no se fijó. Permaneció con la cabeza echada hacia atrás, mirando a las estrellas, tratando de ver algo más de ellas.»
Noah Gordon, El Rabino