Teresa nació en Alençon (Francia) el 2 de enero de 1873, siendo la menor de nueve hermanos. Todo en ella fue ocurriendo precozmente: a los quince años, gracias a una dispensa de León XIII, ingresó en el Carmelo de Lisieux, a los diecisiete hizo la profesión religiosa, a los diecinueve fue nombrada ayudante de la maestra de novicias, a los 23 se le manifestó la tuberculosis y a los 24 murió.
Sin embargo, en esa vida tan breve, consiguió primero rescatar del olvido y popularizar después un componente básico de la espiritualidad cristiana: la infancia espiritual. Recordemos que Jesús, sabiendo que los discípulos habían estado discutiendo quién era el más importante de todos, colocó a un niño ante ellos y les dijo: «El más pequeño de vosotros es el más importante» (Lc 9, 48). Quería decir, naturalmente, que debemos recibir todo de Dios como lo reciben los niños de sus padres, sin méritos propios; sentirnos ante Dios como un niño pequeño ante sus padres, llenos de sencillez y espontaneidad, con una confianza absoluta.
A Teresa, de niña le habían enseñado justamente lo contrario: que debía conquistar el cielo a base de méritos. «Mi corazón —recuerda— ardía en deseos de amasar grandes tesoros». Después, en el Carmelo, tuvo conciencia de haber sido elegida por Dios para transmitir a la Iglesia un modo completamente distinto de vivir el Evangelio: la infancia espiritual. Voy a espigar un par de textos suyos:
«Estamos en el siglo de los inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera; en las casas de los ricos el ascensor lo suple ventajosamente. Pues bien, yo quisiera encontrar también un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfección. Entonces busqué en los libros sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y encontré estas palabras salidas de la boca de la Sabiduría eterna: Si alguno es pequeñito que venga a mí. Y entonces me acerqué [a Jesús] adivinando que había encontrado lo que buscaba».
«Debía causarme desolación el hecho de dormirme durante la oración y la acción de gracias. Pues bien, no siento desolación… Pienso que los niños pequeños agradan a sus padres lo mismo dormidos que despiertos» (supongo que ese pensamiento consolará mucho a los que dormitan durante la oración).
Desgraciadamente, hoy es muy difícil sentirnos niños ante Dios porque el hombre moderno tiene tanta confianza en sí mismo que se cree un «pequeño Dios», con palabras de Leibniz; espera tanto de su propio poder que dice orgullosamente, como Novalis: «Somos Dios». Y, sin duda, esa es una de las principales razones de la increencia del hombre moderno.