Sin duda que el nombre y la persona de Jesús son el gozne que articula, fija y sostiene la vida de santa Teresa de Jesús e Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Desde mis primeros años de incansable búsqueda vocacional quedé prendado por la fuerza de estos dos grandes santos del siglo XVI, quienes en medio de una Iglesia en profunda crisis vuelven la mirada ante Jesús y se dejan seducir por su bondad, su belleza y, sobre todo, su humanidad; así logran, por gracia, poner toda su confianza en Él, quien desde ahora y para siempre sería el principio y fundamento de su vida querida.

Teresa de Ahumada brilla a través de los siglos porque sin dejar de ser ella misma, en medio de todas sus fragilidades, se convierte en Teresa de Jesús, sí, la de Jesús. Sus escritos son palabra viva, no sólo por su poesía armoniosa, sino porque hablan de su experiencia viva y en constante relación con el Amado, con su Criador y Señor. Desde el inicio se sabe completamente suya y suspira diciendo «Vuestra soy, para Vos nací» y en constante búsqueda de cumplir su voluntad le dice también «¿Qué mandáis hacer de mí?»; y después de muchos afanes, trabajos y fatigas le canta con toda la fuerza de sus entrañas transverberadas: «Ya toda me entregué y di, y de tal suerte he trocado, que mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado».

Al igual que Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús es una buscadora de la voluntad de Dios. Quizá, cuando en una de sus cartas a Cristóbal Rodriguez de Moya le dice «Si algún bien tiene mi alma, después de nuestra Señor Jesucristo, se lo debo a los padres de la Compañía de Jesús» se refería a la capacidad de discernir las mociones, que tan hondamente habitaban en su castillo interior; dichos movimientos la dinamizaban, la encendían en el fuego del amor divino y la llevaban a expresar aquel intenso amor al Amado en «obras, obras» siempre en servicio de los demás.

Contemplativa en la acción, se atreve a afirmar que «Marta y María han de andar siempre juntas» porque es verdad, «hasta en los pucheros anda el Señor». Andariega y caminante, como aquel cojo peregrino de Loyola. Soñadora de grandes empresas y de fina pluma que supo escudriñar y expresar los inefables secretos que pasan en la morada más principal entre Dios y el alma.

Enséñanos, Teresa a poner los ojos en el centro del castillo, donde habita el Señor con toda su humanidad y divinidad. Enséñanos a considerar estas cosas del alma siempre con «plenitud, anchura y grandeza». Enséñanos a contemplar a «aquella hermosura que excede a toda hermosura y engrandece nuestra nada». Ruega por nosotros Teresa para que, al igual que tú, quedemos heridos de amor y podamos encontrar a Dios en todas las cosas hasta el final de nuestros días. Así sea.

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