Si alguien, en nombre de la creatividad, de la protesta o del genio delirante, se dedicase a mear en el portal del vecino, la pretendida genialidad del gesto la comprendería él, y quizás cuatro pseudo-intelectuales con ínfulas. Para la mayoría sería un payaso, un enfermo, o un memo. Si uno dice que arte es hacer un panel de fotos, pongamos como ejemplo, de víctimas del terrorismo y cubrirlas de insultos en nombre de la falta de significado, resultaría doloroso. Si alguien fuera a reírse de la muerte a los funerales ajenos, creo que estaría fuera de lugar. Si alguien se presentase en los juicios por malos tratos llevando una pancarta a favor de las palizas domésticas, sería juzgado por imbécil.
Hay quien rechaza cualquier prohibición a expresarse, acusando a quien objete de intentar convertirse en censor y represor. Y justifica cualquier cosa que se presente como arte en nombre de la libertad de expresión, del derecho a provocar, incluso de la intención trasgresora y la capacidad de denunciar algo con lo que no se está de acuerdo. Y todo eso, como posibilidad, es cierto. Arte puede ser todo eso. Pero, ¿todo lo que se llama arte lo es?
Los temas religiosos son fuente de muchas polémicas y expresiones –y a veces transgresiones–artísticas. Hemos visto muñecos Ken crucificados, últimas cenas protagonizadas por iconos del pop, por ratones, por yonkis o por personajes de los Simpson. Hemos visto escenas religiosas reconvertidas en imágenes de inequívoca índole sexual. Y bastantes “obras de arte” mucho más provocadoras que esto. Ahora hay una polémica por un señor que, según dice él mismo, ha asistido a 242 eucaristías, ha sustraído 242 hostias consagradas y con ellas ha escrito en el suelo la palabra “Pederastia”. Todo su «proceso creativo» se expone ahora como exposición fotográfica en un salón del Ayuntamiento de Pamplona.
Más allá del mal gusto (desde mi punto de vista evidente), creo que es importante hacernos algunas preguntas ante algo así: ¿Se justifica cualquier cosa que uno pretenda vender como arte? ¿Dónde se ponen los límites? ¿O es que no hay límites? (Pero si no los hay estamos perdidos, sujetos a cualquier veleidad que alguien quiera definir como arte). ¿Hay alguna línea roja entre lo aceptable y lo inaceptable? ¿Dónde ponerla y cómo se encuentra? ¿Hasta qué punto hay que respetar sensibilidades ajenas? Algún no creyente puede justificar que también él se siente agredido por las manifestaciones religiosas públicas. ¿Debemos calificar una conducta como violenta cuando, más allá de ideas u opiniones, se entra en el terreno de la profanación de símbolos cargados de significado para otros? ¿Debemos callar para no dar más cancha a alguien que seguramente nunca ha tenido más atención que cuando ha entrado en el terreno –fácilmente manipulable–de la trasgresión religiosa? ¿O debemos hablar, porque el que calla otorga? ¿Qué hacer? Todas esas preguntas, y seguro que muchas más, requieren pensar bien en lo mucho que está en juego ante algo así.
Pero, ¡qué hartazgo!