Da la impresión de que últimamente la tensión política no deja de crecer, aunque es difícil recordar desde cuándo.
Se da una cierta contradicción. Hay una serie de temas que están presentes en muchos conflictos que se difunden a través de los medios de comunicación, que nos bombardean constantemente a través de las fuentes de noticias y redes sociales. Pero parece que hemos renunciado a hablar de ellos en las distancias cortas, como si fuésemos incapaces de abordarlos sin tirarnos de los pelos. Sin embargo, si no aprendemos a tratar estos temas en la profundidad que requieren, es dudoso que los políticos vayan a hacerlo, pues parecen más enfocados en aprovechar la tensión para sacar ventaja electoral.
Es necesario que aprendamos a hablar de esos temas que son difíciles, y que están de fondo en muchas de las cuestiones que nos afectan a todos. Un primer paso puede ser, al menos, ponerles nombre. Algunos de ellos podrían ser: las relaciones justas entre mujeres y hombres, distintos aspectos de la familia y la sexualidad; las migraciones, las identidades colectivas, territoriales y nacionales. En qué consiste el progreso auténtico y qué es necesario conservar. Cuál es el equilibrio adecuado entre facilitar el emprendimiento y las políticas sociales, entre mercado y planificación económica, entre libertad y seguridad. Tampoco hay que perder de vista aquellas cuestiones a largo plazo que no salen en las portadas porque no interesa, como la natalidad y la sostenibilidad de las pensiones.
Algunos de estos temas pueden ser especialmente espinosos dentro de la Iglesia. Pero quizás precisamente por ello estamos llamados a ser sal y luz, a mostrar que hay otra manera de afrontar las diferencias, a ser signos de reconciliación, aunque no estemos siempre de acuerdo ni tengamos todas las respuestas.