La hospitalidad es un valor que todos entendemos y, en cierta manera, todos llevamos a cabo, sin embargo hay un abismo entre la hospitalidad que se ofrece y vive de unos lugares a otros. Me vienen a la memoria unos amigos míos de toda la vida que siempre que venían a casa a buscarme o a cualquier cosilla, cuando se despedían decían en broma a mi madre: “Gracias por los refrescos y la merienda”. Evidentemente es una broma sencilla, pero refleja lo que para nosotros alberga esta palabra y es que, creo, para ninguno de nosotros estaría entre los primeros puestos en nuestra escala de valores.

Sin embargo, para los Tuareg del desierto es el valor principal dado que cuando un visitante, conocido o no, llega a la tienda en la que alguien vive, la diferencia entre albergarlo o no, ofrecerle tu tienda y tu comida o no, es lo que hace que el acogido sobreviva o fallezca en su viaje.

No termino de entender por qué, pero mi experiencia los últimos meses me está enseñando que los pobres son mucho más hospitalarios que los no tan pobres, ¿por qué? ¿Qué hace que cuanto menos se tenga más dispuesto se esté a dar lo poco que se tiene? No me refiero a ser capaz de albergar en casa a algún amigo, a darle de comer y hacerle sentir bienvenido, sino al extremo de dar todo lo que se tiene aunque yo me quede sin nada, como esas familias en Tanzania que son capaces de matar “su Gallina” para que comas y de lo que te sobre comerán ellos, o como Malawi, uno de os países más pequeños y pobres de África, que ha llegado a albergar más de un millón de refugiados que huyen de la guerra en sus países, o como todos esas familias que viven en las típicas pequeñas chozas africanas y que te hacen sentir la persona más importante del mundo sólo por lo contentos que están de tenerte entre ellos. 

A veces nos quejamos porque los inmigrantes nos están “invadiendo” o porque la vecina llamó a la puerta por segunda vez a pedir sal… Donde nosotros vivimos, la hospitalidad puede no ser cuestión de vida o muerte pero, quizá, el modo que tienen de encarnar el amor los que menos tienen puede iluminarnos en nuestra manera de acoger, de acompañar o, simplemente, de vivir. Mucho nos queda por aprender de los pobres, y una de las primeras cosas podría ser el mero hecho de darse cuenta de que las cosas no son nuestras y que, casi siempre, no nos merecemos todo lo que tenemos. Los que menos tienen agradecen más cada pequeña cosa que consiguen o que llega a ellos y, es por eso, que son más capaces de desprenderse de ello porque todavía no se han llenado de ese afán por tener más y más que nos va llenando según vamos poseyendo.

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