Este año el Premio Princesa de Asturias de las Artes ha reconocido los 60 años de carrera musical de Joan Manuel Serrat. Él, por su parte, logró agradecerlo en un breve discurso («cuando se tiene algo que comunicar, tres minutos son suficientes»).
La trayectoria de Serrat abarca toda historia reciente de España, en la que ha ocupado un lugar destacado, pero a salvo de la impostura, a cada tiempo en el modo en el que le tocaba. Al punto que generaciones diversas se hayan podido ver reconocidas (y al cabo conciliadas entre ellas) en su música: joven en el final del franquismo, padre en la transición y los primeros años de democracia y abuelo ya en el siglo XXI.
En el propio discurso “desvela” la clave, al hablar de su método para componer canciones: «mi escritura, lo que soy capaz de contar, viene simplemente de observar, de la aplicación de los sentidos». Una fórmula que, para quien esté mínimamente en contacto con la espiritualidad ignaciana, no le resultará ajena.
En sociedades aceleradas como la nuestra la cotidianeidad es sospechosa. Pero es precisamente porque tenemos los sentidos adormecidos a lo que la propia realidad reclama de nosotros, que es el modo de llamar de Dios. Para quien aplica los sentidos, la rutina está preñada de cosas que contar, por las que encantarnos, indignarnos y cuestionarnos por el sentido de las cosas. Esto Serrat lo ha demostrado como nadie.
Coherente con ello y para despedirse, Joan Manuel Serrat decidió cerrar su discurso cantando “Aquellas pequeñas cosas”: un canto a la cotidianeidad y a la sencillez, que son las que nos permiten vivir con profundidad. Porque la realidad y la cotidianeidad ya nos bastan para ser profundamente aquello que somos o que tenemos que ser, sin darle mucha vuelta ni complicarnos mucho, con simplemente estar en ellas aplicando los sentidos y la atención.