La terrible guerra que estamos presenciando estos días también nos trae noticias enternecedoras, de esas que te hacen querer ser mejor persona. El protagonista de esta buena nueva es Kostya, un niño ucraniano que se curó de cáncer de huesos aquí, en España. Camina con muletas de colores (¡qué bonita metáfora!) y ha podido volver a España con sus padres gracias al equipo de médicos que en su día lo trató.
Mientras permanecía en esta Ucrania devastada, Kostya se protegía de las bombas en un búnker, junto a su familia. Si no han visto las imágenes de él bajando por las escaleras con sus muletas y ayudado por sus padres, les recomiendo que las vean. Sin ánimo de ponerme cursi ni empalagosa, les digo que son las imágenes más tiernas y ejemplares que he visto en los últimos tiempos. Un niño con muletas que huye del terror sin autocompasión ni llanto (aunque muy probablemente con mucho miedo), luchando sin rendirse en esa bajada por las escaleras que seguro sería más lenta y difícil que para otras personas.
Ver estas imágenes me hace pensar en ese ‘duende’ especial que tienen los niños dentro. Ellos no se hunden ante el peligro, no desisten en la batalla, ni siquiera se lo plantean. Simplemente siguen adelante, aguantando lo que haga falta, porque para ellos la única opción posible y contemplable es la vida. Es como si no fueran conscientes de la posibilidad de la pérdida o de la rendición. Para ellos seguir caminando es lo natural.
Algo de esa inocencia hemos ido perdiendo conforme hemos crecido. Es normal. De adultos somos más conscientes de los reveses de la vida, de los frenos que ésta nos pone a veces. Nos damos cuenta de que hay situaciones peligrosas y de que existe la posibilidad de no superarlas. Entonces vamos viendo cómo se acerca (y nos cubre) la sombra del fracaso y la desesperanza, resultándonos más fácil el victimismo y la cobardía que el coraje y el valor.
Nos hacen falta esas contagiosas ganas por la vida que tantos niños y niñas muestran, aun en condiciones manifiestamente difíciles. Nos hace falta esa sonrisa permanente que no se borra, como la de Kostya en su recuperación contra el cáncer; como la de tantos niños que atraviesan las fronteras y, con tan solo un caramelo, transforman sus rostros agotados y asustados en una expresión alegre que invita a creer que la salvación es algo creíble. Unos rostros que nos recuerdan que la resurrección es el paso siguiente a la muerte.
Doy gracias a Dios por esa luz que he visto en Kostya. Doy gracias por sus muletas de colores, por su rostro contento, por las imágenes suyas de un pasado de enfermedad en las que todo es amor y sonrisas. Doy gracias a Dios por su valentía, por esa foto suya sentado en un banco, junto a los médicos que lo han sacado de las balas y la destrucción, con una expresión renovada y agradecida que solo mira al futuro.
Ay, Señor, qué ejemplo más grande. Cuánto que aprender, cuánta soberbia y vanidad tenemos que vencer en nosotros para volver a ser como niños. Y eso que ya nos lo dijiste: «…pues de los que son como ellos será el Reino de los Dios».