Hace unos días se celebraron unas canonizaciones de mucha repercusión, y muy seguidas en todo el mundo por la trascendencia de figuras como Monseñor Romero o Pablo VI. Este 20 de octubre, en Málaga, se ha beatificado al jesuita Tiburcio Arnaiz, que al principio del siglo XX y con María Isabel González del Valle, fundó las Misioneras de las Doctrinas Rurales.

Que la Iglesia proponga figuras de referencia es una llamada de atención. Es recordarnos que el evangelio puede ser esa corriente de fondo que da sentido, dinamismo y hondura a la vida. Es decirnos que no nos conformemos con ser cristianos a medias, cuando tantos hombres y mujeres, en distintos contextos, han encontrado maneras de hacer real la lógica de las bienaventuranzas y transparentar el espíritu de Dios en ellos. Es retarnos a hacer esto real en el hoy de cada uno, porque cada contexto pide una forma diferente de aterrizar el seguimiento. No era lo mismo El Salvador de Monseñor Romero, golpeado por la violencia, o la Roma desde la que Pablo VI tenía que hacer enormes esfuerzos para empujar un Concilio que encontraba al tiempo apoyos y resistencias. O la Málaga en la que Tiburcio y María Isabel fueron conscientes de que las personas trabajadoras y pobres en un contexto rural necesitaban acceso a la educación como forma de conquistar un futuro mejor.

Profetas, maestros, discípulos, amantes, amigos, en vanguardias y en retaguardias, hombres, mujeres, laicos, consagrados… Gente que da la vida. Gente que transparenta, con su camino, el Camino, Verdad y Vida de quien amó más y primero. Gente que se convierte para nosotros en llamada, en pregunta y en provocación: «Y tú, ¿cómo piensas hacer real el evangelio en tu vida?» Porque al final, de esto se trata.

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