¡Por fín! El pasado 14 de octubre fue canonizado, en la Plaza de San Pedro de Roma, Óscar Arnulfo Romero. Obispo de San Salvador que fue martirizado el día 24 de marzo de 1980, a los 62 años de vida, mientras celebraba la eucaristía.

Y si digo por fin no es porque haya pasado mucho tiempo –normalmente las canonizaciones suelen tardar más–, lo digo porque para muchos cristianos, monseñor Romero llevaba mucho tiempo en los altares. En un tiempo en el que, a mi modo de ver, faltan referentes, fijarnos en él supone ver a una persona que no se deja llevar ni por lo establecido ni por la injusticia; fijarnos en él nos hace capaces de ver a Dios en nuestro mundo; fijarnos en él nos lleva a mirar con esperanza una realidad rota y combatirla sólo con la fe y con el amor.

Y sí, san Romero de América es un santo. Lo dice la Iglesia y lo sentimos todos los que nos llamamos cristianos. Porque un santo es alguien que se da, ejemplo de entrega, imagen de Jesús en el mundo, transparencia de amor, de generosidad, de fe, de alegría por el evangelio, presencia de Dios entre nosotros. Y muy especialmente en su tierra, en El Salvador. Todo eso ha sido y es san Romero.

Es momento de dar gracias a Dios porque con Romero, Pablo VI y otros hombres y mujeres de quienes hoy la Iglesia proclama su santidad, sigue enviándonos ejemplos, personas que no escatiman su entrega, porque sigue animándonos a vivir dándonos, a seguirle, a entregarnos por hacer de este mundo un lugar mejor. Como lo hiciste tú, san Romero. Intercede por nosotros, haznos más parecidos a ti, más parecidos a Jesús, más parecidos a nuestro Padre Dios.

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