Cuentan que, tras los atentados del 11M en Madrid, un nutrido grupo de sacerdotes se dirigieron a la estación de Atocha para ofrecer sus servicios pastorales a quienes pudiesen necesitarlos. Para sorpresa de muchos, no hubo ningún interés en su oferta. Allí lo único que se precisaba aquel día era personal sanitario, policía y atención psicológica. En vista de lo acontecido, y al comprobar la irrelevancia de su presencia, se volvieron por donde habían venido.
La anécdota –oculta bajo los dramáticos acontecimientos que se precipitaron durante aquellas semanas– ilumina con gran claridad una de las principales dinámicas culturales de nuestro tiempo: la sustitución de la búsqueda de salvación por el deseo de sanación.
Ante la epidemia del coronavirus, la anécdota del 11M me ha vuelto a la cabeza y me ha hecho preguntarme, de nuevo, por el declive de las creencias religiosas en nuestra cultura y por la preeminencia de lo terapéutico. En no pocas ocasiones de la vida resulta imprescindible que sucedan acontecimientos extraordinarios para que emerja aquello que permanecía oculto en lo ordinario.
Como en el antiguo proceso de revelado fotográfico, se precisa introducir el negativo en un líquido, a oscuras, durante un tiempo, para que la imagen latente presente en la película se haga visible. El ocultamiento impuesto durante estas semanas ejerce una función de ‘revelación cultural’ similar a la fotográfica. Y una de las imágenes más poderosas que emerge es, sin duda, la terapéutica.
Aunque el fenómeno no es nuevo. Hace ya tiempo que médicos, entrenadores, psicólogos (y ahora también coaches) desplazaron al clero y se transformaron en los referentes principales para alcanzar el bienestar corporal y la salud mental. A lo largo de la historia, sin embargo, esto no fue así. Más bien al contrario, la dimensión terapéutica –la búsqueda de la sanación– y soteriológica –la búsqueda de la salvación– fueron siempre de la mano.
No es casual que en los evangelios Jesús se presente, al mismo tiempo, como sanador, taumaturgo y exorcista. Al fin y al cabo, para la mentalidad bíblica no tiene ningún sentido desvincular salud corporal, mental y espiritual. Tras sus curaciones y exorcismos, Jesús invitaba a marchar en paz y a no pecar más. La ruptura de la relación con Dios, con el prójimo, con uno mismo y con la Creación son dimensiones de una única ruptura, de un único pecado original.
El largo proceso de secularización de las sociedades occidentales, sin embargo, desligó ambas dimensiones de la experiencia humana, marginando y haciendo prácticamente desaparecer la salvación como meta de la existencia. Charles Taylor, uno de intelectuales que mejor ha descrito este proceso, lo denomina «el auge de lo terapéutico» (the rise of the therapeutic).
Ahora bien, en este contexto cultural los cristianos tenemos la obligación de preguntarnos –quizá ahora más que nunca– cuál es el valor central de nuestras vidas: ¿la sanación o la salvación?; cuál es la dimensión principal de nuestra existencia: ¿la terapéutica o la soteriológica?
A lo largo de la historia del cristianismo, numerosos santos y santas dieron su vida –de forma martirial o por medio de una larga entrega silenciosa– no solo por curar a los enfermos, sino por salvarles. San Roque, san Luis Gonzaga o santa Teresa de Calcuta son tan sólo algunos de los nombres que vienen a la cabeza en esa larga historia de salvación.
No se trata de minusvalorar la centralidad de la salud corporal, ni de restar importancia al enorme esfuerzo sanitario de estos días, ni de caer en el milenarismo apocalíptico, sino de preguntarnos con profundidad y sinceridad, como creyentes, qué deseamos, qué esperamos y en qué confiamos. Dicho de otro modo, ¿dónde depositamos nuestra esperanza? Paul Tillich, uno de los grandes teólogos de nuestra época, ha planteado con otros términos esa misma pregunta, «¿cuál es nuestra preocupación última?»
Nosotros, hoy, podemos concretarla más todavía: ¿cuál es nuestra preocupación última, la sanación o la salvación?