San Ignacio de Loyola decía que san Francisco Javier fue la pasta más dura por él jamás manejada, difícil de moldear y más difícil aún de llegarle al corazón. Ignacio sabía bien lo que decía pues, siendo ya un hombre maduro, en 1529 le tocó compartir habitación en el Colegio de Santa Bárbara de la Universidad de París, con el joven Francisco Javier, quien contaba tan solo con 23 años. En esa misma habitación también residía Pedro Fabro, estos tres hombres posteriormente serían de los padres fundadores de la Compañía de Jesús.

Francisco Javier era un joven líder, talentoso, deportista, aventurero, atractivo, conquistador y con mucho arrojo; también, hay que decirlo, era un joven arrogante, vanidoso y un tanto orgulloso. Se cuenta que, antes de su conversión, no soportaba la presencia de Ignacio y muy a menudo se burlaba de él, de su edad y de su cojera. No obstante, Ignacio como buen maestro, supo ser paciente, trabajar, esperar y confiar hasta que finalmente, en 1534, el joven del Castillo de Javier se decidió a hacer sus Ejercicios Espirituales de mes bajo la orientación del mismo Ignacio de Loyola. Esta experiencia sería fundamental para nuestro joven navarro pues, en estos Ejercicios vería caer una a una las costras de su ego herido que le impedían ser quien realmente estaba llamado a ser y vivir con mayor plenitud su propia vida. En estos Ejercicios Espirituales, Francisco Javier pudo palpar con certeza «la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que excede todo conocimiento» (Ef 3, 18-19).

Como todos los jóvenes solemos ser, Francisco Javier tenía un corazón deseoso y anhelante de mucha vida: quería experimentarlo todo, ganarlo todo y saberlo todo; pero sin renunciar a nada, sin apostar nada, y sin arriesgar nada. Un día, cuando escuchó una frase nacida de la viva voz del buen Ignacio, todo su pequeño mundo se le desajustó: «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8, 36). ¿De qué sirven la fama y los aplausos si al final nos quedamos solos? ¿De qué sirven nuestras compras compulsivas si al final nos dejan más vacíos? ¿De qué nos sirven todos nuestros viajes, experiencias y conocimientos si no nos hacen más humanos y cercanos? ¿De qué nos sirven todos nuestros dones y talentos si no los ponemos al servicio de los demás? ¿De qué nos sirve el dinero cuando nos aleja del amor? Seguramente, preguntas muy semejantes a estas surgieron en el inquieto corazón de nuestro santo y, muy probablemente, le dejaron enmudecido y sin respuesta alguna… ¿quién podrá colmar todos sus ambiciosos deseos?

Francisco Javier nunca renunció a sus deseos de grandeza, sino que los hizo aún más grandes, aprendió a desear más y mejor. Por gracia comprendió que sus deseos serían más fecundos si lograba enfocarlos y ubicarlos en las entrañas del único que los podía acoger con inmenso amor y aceptación: el corazón de Jesucristo. Como buen compañero de Jesús, intuyó que en él podía encontrar la fuente inagotable de compasión que lo movía en consolación. En Jesús descubrió su Principio y Fundamento y al tierno modelador de su carácter y sensibilidad. En Jesús abrazó la inspiración de su modo de proceder: de en todo amar y de servir. Nuestro joven jesuita jamás abandonó la fuerza dinámica de sus deseos, sino que aprendió a desear más intensamente hasta irse, a pesar de sus miedos, a inflamar el mundo con el fuego de su ardiente corazón.

Te puede interesar