De san Francisco Javier conocemos más su incansable actividad misionera, esos viajes en barco en medio de pestes y tempestades o el descubrimiento de islas remotas y culturas desconocidas, pero no hablamos tanto del suelo firme que hacía posible todo eso. Hay podríamos decir, un Javier de día. Pero hay también un Javier de noche.
Se sabe que el librito de los Ejercicios Espirituales cambió su vida. Los Ejercicios hicieron de Javier, en primer lugar, un hombre de oración. Dicen que dedicaba sus noches a Dios. Quadros, provincial de la India entre 1556 y 1572, declaraba que «de día pertenecía enteramente al prójimo; de noche era de Dios» y uno de sus primeros biógrafos, el padre Teixeira, afirmaba: «el Maestro Francisco oraba sobre todo de noche, cuando no era visto y dejábanle libres los quehaceres con el prójimo». Sus compañeros tenían la impresión de que Javier aprovechaba las noches para orar: «en Santo Tomé solía meditar durante horas por la noche en la Iglesia»”; en Malaca le observaban a través de las rendijas «de las paredes de hoja de palma y siempre le encontraban velando la mayor parte de la noche, de rodillas ante su crucifijo, en profunda oración ante su Salvador crucificado».
La oración y la vida le hicieron descubrir al Dios de todas las cosas. Javier fue un disfrutador de Dios, una realidad viva, cordial, exigente. No solo necesitaba estar con Él y sentir su presencia, sino que, en todo tipo de situaciones, por complejas que fueran, quería depender de Él, una dependencia tanto más necesaria cuanto más frágil y pequeño se sentía.
Vivir sin Dios, después de haberlo conocido, equivalía para Javier a tener asegurada la muerte, «pues vivir en ella sin gustar de Dios es no vivir, sino continua muerte», escribía en una de sus cartas.